jueves, 25 de agosto de 2016

CHIN HWA Y YOUNG MI


Esta es la historia de amor más bella que nunca jamás haya escrito. Está en mi cabeza desde hace unos años, se forjó tras un zarpazo de belleza que se produjo en mi corazón una tarde de verano, así, sin comerlo ni beberlo. Desde entonces he buscado dentro de mi cómo darla forma, cómo escribirla, con qué personajes. Y el otro día escuchando las noticias la historia de repente encajó. Quedaba sólo aprestarla, juntar las letras y esperar que el resultado sea para vosotros el mismo que plo ha sido para mí. Cuando leo Chin Hwa y Young Mi, pienso que es la historia más bella que nunca jamás haya escrito.


                                 
Me llamo Chin Hwa y tengo hoy 20 de febrero de 2009 setenta y seis años de edad. Para los que no sepan coreano, Chin Hwa es un nombre precioso y puedo sentirme afortunado porque me llamaran así en su día. El deseo de mis padres era que yo creciese sano y saludable, el más sano de la camada, eso es lo que mi nombre significa y a fe de mi edad y mi estado físico y mental actual su deseo se convirtió en una realidad.

No voy a decir que soy joven, o que aparente mucha menos edad, pero confieso que he vivido, intenso y trabajado, y que pese a llevar dentro de mí un profundo dolor durante más de cincuenta años, no me he quebrado. Esa pena oscura no ha podido vencerme por un segundo. Y el motivo de esta mi victoria frente a mi tristeza puede apreciarse a simple vista si me observas por un momento, ahora o en cualquier álbum de fotos que pudieras repasar para saber más de mí. En mi mano izquierda aferro un cuaderno pequeño, de tapas verdes, gastadas. Mi bucket list.

Posiblemente algunos de ustedes tengan uno, incluso algunos lo tengan sin saberlo. Un bucket list es un pequeño cuaderno de propósitos, una lista de cosas pendientes, deseos, luchas, etc. En el fondo es un poco un resorte, algo que nos empuja, una motivación adicional. Para mí es algo más. Y además, no es sólo mío, pese a que en sus renglones apretados sólo yo haya escrito durante años. Mi bucket list es mío y es de Young Mi.

Young Mi es coreana, bueno quizá era coreana y hoy por hoy ya no exista, es algo que no puedo saber. No sé si seguirá viva, no he tenido en ningún momento oportunidad de saberlo desde que nos separamos. Young Mi es también un nombre precioso que significa eternidad y belleza. Antes les dije que creo que hice honor a mi nombre. Young Mi mucho más.

Al nacer todas las personas que asistían al parto en el modesto hospital comarcal se quedaron calladas. Era un bebé inusual, de una belleza tan pura, tan evidente, que el nombre vino solo, casi por aclamación.

Su crecer corrió paralelo al mío, y en la pequeña escuela éramos los dos alumnos más capaces, más brillantes. Ella me decía siempre que estábamos unidos desde el primer segundo, como en las historias del teatro de los domingos. Dos almas libres, vagando juntas desde inicio, convirtiendo la camaradería en un amor sincero y abochornante por lo notorio desde su comienzo.

Las clases acababan pronto por falta de recursos, el verano se alargaba, y Young Mi y yo hacíamos lo que más nos gustaba: explorar, descubrir juntos cada recodo de nuestro entorno. No había camino, arroyo, ladera o senda que no anduviésemos, y ella siempre me repetía que en el futuro iríamos más lejos, a viajar y recorrer toda Corea, y Asia, y el resto del mundo. Nos hacíamos con libros y atlas de otros países y jugábamos junto al manantial de las afueras del pueblo a ser turistas visitando remotos parajes.

Cada tarde tras el colegio pasábamos por nuestras casas y corríamos después a esas piedras, e imaginábamos cómo sería Seúl, o Shanghái, e incluso Tokio. Todo lo que podíamos lo hacíamos juntos, rara vez estábamos uno sin el otro, salvo ese momento después de clase y el de irse a dormir.

Y en una de esas tardes todo lo que no podía cambiar, todo lo que estaba hecho para perdurar, se desbarató en unos minutos. Yo había llegado a la atalaya del manantial y desde allí observaba el camino hasta el pueblo. De repente unos soldados irrumpieron entre las casas, disparando y chillando. Bajé corriendo la mitad de la cuesta pero desde ese punto vi cómo se llevaban detenidos a mis familiares, a los suyos, y a Young Mi. Uno de mis hermanos mayores subía corriendo por la cuesta, me agarró impidiéndome seguir bajando y me instó a correr sin mirar atrás. Anduvimos horas como proscritos hasta que se hizo la noche. Y al amanecer, Young Mi despertó en Corea del Norte y mi hermano y yo tras la vanguardia surcoreana. Podría disfrazarte las consecuencias de este hecho, de un momento así, pero no lo haré. En aquel amanecer mi corazón se paró, perdió su luz. Pasó de tener una función dual a tener tan solo la función de bombearme sangre a diario en cantidad suficiente como para llevar una vida así, sin Young Mi.

Durante los primeros cinco años tras ese amanecer permanecí siempre cerca de las fronteras, incluso pude regresar a la recuperada aldea, o al lugar en la que ésta se encontraba. No había nadie. Antes de replegarse los norcoreanos se llevaron prisioneros a los habitantes de las zonas conquistadas. Nadie pudo darme en esos años ni una sola pista sobre su paradero, aunque casi todos a mi alrededor me trataban con esa condescendencia de al que le saben perdido, desolado y negando una pérdida evidente para ellos.

Y yo podría haber dejado que Young Mi muriese en mí. O que quedase guardada, reservada en algún compartimento que pacientemente tallase en una oquedad de mi corazón. Debería haberlo hecho, haber levantado ese duelo y haber aprendido a vivir sin ella. Pero no lo pude hacer, no encontré la salida, el olvido. Y se quedó en mí, en forma de una absurda esperanza, aferrado a que esa frontera caería un día y yo la recuperaría. Pero esos muros siguen allí, casi sesenta años después.

Cuando entendí que no podía quedarme allí todo mi afán fue el de estudiar y trabajar, ganar una posición acomodada, siempre pensando en que un día la vida me las devolviese, siempre esperando que todo lo que ella encontrase fuera de su agrado. Escuchaba canciones que hablaban de amores desgarrados, y podía sentir la mano fría que con sus uñas arañaba mi corazón cada día. Y el peso de todo eso, poco a poco me hizo tocar fondo, hundirme.

En mitad de esa tormenta, entregado como estaba ya, perdido, desorientado y desalentado, alguien cercano me invitó a viajar por Europa, prácticamente me obligó pagándome el pasaje, y no tuve por menos que aceptar.

Y entonces llegó Sagres. Habíamos comenzado en el Algarve portugués tras unos días en Cádiz, y aunque seguía manteniendo un trato huraño, en aquellos pocos días estaba descubriendo una fisura en mí. Hasta me sorprendí sonriendo en algunos momentos, resucitando un buen humor que se había quedado en el pretil del manantial de la aldea.

El camino al Cabo de San Vicente no enseña nada hasta que de repente estás junto al faro. Nos habían recomendado ir en la tarde, para asistir al atardecer, y la imagen al bajar del coche fue tan...brutal, que así, de repente, el hielo añejado que me amargaba desde aquel día infausto comenzó a resquebrajarse.

El mar, tan inmenso, tan potente, tan incansable abriendo vías en los farallones de rocas, el sol cayendo arrastrando el andamio de rayos amarillos, naranjas, rosas... Las parejas de enamorados abrazados cobijados del viento perpetuo de la zona, rompieron también mi coraza, me desnudaron frente a mi sinrazón. No nos movimos de allí en una semana, y todas las tardes yo enfilaba el camino del faro para poder ver tanta belleza junta, tanta demostración de determinación, de fuerza poderosa. Y en todo eso, dulce Young Mi, te encontré a ti. Encontré la manera de comunicarme contigo allí donde estuvieras, y allí empezó mi Bucket list. Compré el cuaderno que hoy aferro y me dispuse a anotar todos los lugares bellos que después conocí, para poder recordarlos, para poder contártelos donde quiera que estuvieses, sin la necesidad de la esperanza de encontrarte de nuevo con vida, pero con la certeza de que hacerlo era al fin mi liberación, mi forma de poder estar contigo sin ti. Hacer lo que los dos queríamos hacer: explorar, viajar, admirar, respetar, amar los miles de lugares que nos esperaban, mi pequeña y dulce Young Mi.

He viajado y apuntado en mi cuaderno cientos de destinos, lugares que ya he vivido como si pudiera contártelos. Y ahora que años después me siento en paz, he regresado a nuestra Corea, al fin para poder vivir allí sin la pena del ayer. Y hoy, pequeña Young Mi, ha llegado la misiva del Ministerio de Interior: un grupo de familias de ambos lados de la frontera podrán encontrarse en la zona desmilitarizada por unas horas, y mi nombre figura como petición de alguien en el otro lado. Y sólo puedes ser tú.

Así que aferrado a mi cuaderno estoy, esperando a que nos den paso a vuestra sala, en un barracón desvencijado y sucio que a mí me parece un palacio de esos que he visto en muchos países.

Al abrirse la puerta te reconozco rápidamente, y el corazón se me encoge. Enjuta pero envarada, sin maquillaje y con la cara de niña de aquel día, pero con unas gafas oscuras y un bastón que delatan tu ceguera, me parece increíble poder tener la suerte de vivir este momento.

Me acerco hacia ti y algo mágico ocurre: no me hace falta llegar, me intuyes y das dos pasos hacia mí, y cincuenta y nueve años después nuestras manos pueden de nuevo tocarse, aferrarse.

- Ni un día en este tiempo, ni un día, dejé de dedicar un minuto a recordarte- dice- y de alguna forma lo hice porque algo me gritaba que tú hacías lo mismo.

- No te quepa duda amor. Ni un solo día.

El encuentro es rápido, tan solo una hora y media de conversación en las que mi cabeza está en otra cosa. Una suma considerable de dinero norcoreano adquirido en el mercado negro descansa en mi bolsillo, y me dirijo al oficial encargado del encuentro.

- Señor, con todos mis respetos, mi hermana está ciega, ambos somos muy mayores y no tengo más familia que ella. Por favor- suplico, mientras le enseño el dinero abriendo un poco la chaqueta- dígame que podremos seguir juntos, que podré llevármela aduciendo motivos humanitarios.

El soldado duda unos segundos, pero rápidamente niega con la cabeza.

- Si lo hago, no pasaré esta noche con vida. No existe esa posibilidad. A menos que...

La luz que se abre, la rendija por la que nos robaron tantos años.

- A menos que usted renuncie a la nacionalidad surcoreana en este mismo instante y vuelva con nosotros a territorio norcoreano.

Conozco un millón de historias desoladoras de la otra Corea. La hambruna, el frío, la reeducación... Siento un escalofrío.

- Iré con ustedes. Firmaré ahora mismo.

Y a punto de cerrarse la puerta, con una mano aferrada a la tuya y la otra a mi raído cuaderno, sé que al menos tendré todo el tiempo del mundo para contártelo todo, para que viajes conmigo con tus ojos vacíos. Podré contarte, querida Young Mi, que todo eso que vi, lo vi para poder contártelo un día. Todo eso, y que Te quiero, Young Mi.


jueves, 11 de agosto de 2016

VOLVER


Siempre hay etapas. Y errores. Y largas penitencias y miedos. Dolor y soledad. Y miserias. Muchas, individuales, comunes o de otros. Hay caminos despejados que de repente se intrincan, se hacen tortuosos, se pegan a uno y lo ahogan, lo agobian.

En esa complejidad apenas disciernes, dejas de creer, lentamente te abandonas, te niegas. Y de repente, como el náufrago que recogen en el último momento, surgen manos, aire, lugares que confortan, refugios del pasado, personas abnegadas. Y la vida, que como otras veces he escrito es muy puta, te ofrece lo que posiblemente mereces: una oportunidad para volver. Para ser mejor. O al menos para intentarlo.

Lo que eres es un poco por lo que fuiste. Por eso son tan importantes los refugios. Sentirlos.

VOLVER

He comprado una bolsa de pipas, de esas bolsas amarillas con letras rojas de los tostaderos de antes. Y a los cinco minutos ya tengo esa sensación de que mis labios van a estallar de tanto chupar la sal de fuera antes de partirlas con los dientes y escupir la cáscara a la arena, tras la barandilla. Hace un frío de mil demonios, sopla el aire y el campo, de tierra, está duro, como helado, y en un par de sitios hay charcos que desnivelan el terreno. El fútbol de barrio es así. En estos campos no hay espacios, ni lugar para las florituras. Sólo arena y yeso, y poco público.

Podría echar mil horas aquí, comiendo mis pipas, viendo jugar. Los malos jugadores siempre admiramos el juego de los demás, y a mí además me encantan los detalles de equipo, el consuelo cuando los otros marcan, los abrazos de los ganadores, la lluvia empapando campo, jugadores y espectadores, el olor de la panceta del bar social… Hay en esto algo de inmutabilidad. De estos campos hay cientos de miles, y en todos se está jugando a lo mismo desde hace más de cien años. Es primitivo, algo irracional, incluso tonto. Pero estar allí, sentado, con mis pipas, me relaja, me aquieta, me consuela. Me permite no pensar.

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El siempre viene. Como otros protagonistas de otros relatos. Viene. Se sienta. Me escucha. Me indica que andemos, que demos un paseo. Y me cambia los colores. Me borra el negro y abre otras escalas. Y es casi realista, porque no me dice blanco cuando yo veo negro. Me dice gris. Me dice marengo o perla, camina a mi lado y gesticula, me aprieta la mano, y no deja que me caiga si me mareo, si me agoto, si me consumo.

Le dan igual los horarios, las cortapisas, los convencionalismos, sus limitaciones de tiempo. El siempre viene. Y no me suelta. Y entonces la marea, que estaba azotándome de lo lindo, se hace bajamar y me concede unas horas para descansar.

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Hay algo mágico en la lluvia, en el agua corriendo por los canalones, o azotando ventanas o mojando mi cara. Y también hay algo mágico en las calles vacías cuando esto ocurre. No eres nadie. Eres sólo espectador. Hueles la tierra mojada, pisas charcos, dejas que el agua cale, escuchas sólo su golpeo, incesante, demoledor. Me repara. Me nutre. Quizás es ese setenta por ciento de agua que somos. Quizá.

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La cama es a la vez mi castigo y mi nido, mi consuelo y mi potro de tortura. Durante muchas noches, el patrón es que me duermo y al poco despierto. Y veo pasar las horas y mi vida, y vuelvo a los siete picos, y subo y bajo de mi montaña rusa, y esa batalla me desgasta y me bloquea, me calcina.

Sin tu mano, sin esa mano que vuelve y se posa y me habla al oído, no podría retornar nunca al sueño de soñar.

Y como las pipas, la sal, la arena, el equipo, el hermano, la madre, la lluvia, las princesas y el mentor, cuando tu mano me ase siento refugio, siento que cedo, que bajo del caballo y descanso. Y sueño con volver, siendo mejor. Porque todos necesitamos volver para tener una nueva oportunidad.

domingo, 24 de julio de 2016

LAS COSAS QUE CREO QUE HE APRENDIDO


Hay cosas que, irremediablemente, uno aprende a base de golpes, de golpes duros, de golpes reales, de esos que te ayudan a entender tu realidad, la realidad de este mundo.

Otras veces, uno aprende simplemente porque el tiempo pasa y cambia nuestras realidades y las del mundo y las personas que nos rodean.

Siempre aprendemos. Bueno, en principio. Porque por mucho que a veces sabemos comprender el peligro o la locura o lo incorrecto, terminamos cruzando esa barrera. Terminamos locos, incorrectos, terminamos al borde del peligro. Y eso que, en principio, había cosas que habíamos aprendido.

LAS COSAS QUE HE APRENDIDO

He aprendido que un día te mueres y el que lo siente, sin duda, eres tú. Sobre tu recuerdo caerán toneladas de segundos que, como la tierra que cae sobre tu caja, harán que las personas que te rozaron poco a poco te olviden. Así es, y así debe ser. Los recuerdos dolorosos no pueden existir para siempre.

He aprendido que de entre los que se mueren hay de todo: grandes cabrones y personas excepcionales. Y que ninguno de ellos elige las circunstancias de su muerte. Por eso la mayoría de las veces esas muertes son crueles. Así es, y así debe ser.

He aprendido que, vayas donde vayas, hay listos, muy listos, listísimos que no hacen más que la mitad de cuarto que lo que uno hace, pero que lo venden como el Santo Grial, y que se perpetúan en sus cargos. Alrededor, muchos simplemente alucinaremos, y esperaremos ese San Martín que a estos cerdos, con perdón, no les llega.

He aprendido a no criticar sin saber, y, aun sabiendo, he aprendido a criticar lo mínimo. Entre otras muchas cosas, porque nunca sabes. Es imposible que sepas cosas que solo se ven desde dentro. Y además, no puedes juzgar solo desde tu prisma, solo a través de lo que tú no haces. No. Eso me hace sentir mejor.

He aprendido que normalmente gana el fuerte, y que es mejor no ir contra según, quién o cómo. Te machacarán. Esperarán su momento y lo harán. No te quepa duda. Parte de la base de que entre cien personas siempre hay un hijoputa con ganas de hacer daño.

He aprendido cosas fantásticas. Como a disfrutar a solas, a valerme y bastarme. He aprendido a no esperar, a no desear, a no querer. De esa manera me alimento, me como, me nutro, me protejo.

He aprendido a atesorar, a guarecer secretos, a valorar momentos chiquititos pero lujosos como piezas de orfebre. He elevado el abrazo sincero a la categoría de único, y a una mano que aprieta la mía, a la categoría de sublime.

He aprendido a cambiar, a negar un poco lo que soy. He aprendido a protegerme para poder proteger, para poder ser.

A ratos pienso que de nada sirve, que no me ayudará en nada. Pero en el fondo sé que sí. Porque he aprendido. Y ya no vivo en Nunca Jamás. No existe un lugar así en la tierra de los humanos.

miércoles, 13 de julio de 2016

LO QUE ESTÁ PASANDO Y NO

Somos descreídos. Lo somos hasta tal punto que ni siquiera creemos lo que vemos. Somos incrédulos, seguramente porque pensamos que las cosas que pueden pasar tienen que pasar tal y como nos pasarían a nosotros. Y no.

La grandeza de un mundo imperfecto es que todo es posible. Hasta las cosas que van a pasar y en las que no crees. Por descreído.
 

LO QUE ESTÁ PASANDO Y NO

Ella , Sandy, ha perdido la fe. Encerrada en un cuerpo que es más corpulento mañana que hoy, atrapada en sus miserias, en sus ansias, Sandy siente que sólo vivirá el amor que ve en las series de la televisión, en el amor de otros y de otras, aquel que es lejano pero que cuando se acerca duele porque te enfrenta a tu desnudez relacional. Sandy está más sola que la una, pero de repente Hiro aparece para cambiarlo todo. Hiro es asiático, menudo, al lado de Sandy da el contrapunto. Los dos tienen nombres ficticios, habitan solo en mi imaginación cuando los he encontrado paseando por las calles de la británica Cambridge. Diez grados en la calle y ese viento del norte que te machaca en esta ciudad ya sea Febrero que Mayo, ya sea Diciembre que Julio. A ellos no les importa. Ella lleva un imposible pantalón corto que deja entrever sus moradas y rollizas piernas, y una camiseta de dibujos geométricos que se la quedó pequeña hace un tiempo. El tiene unas gafas de presbicia significativa, un peso total no superior a cincuenta kilos y aspecto de no estar muy enterado de nada, o quizás me engañe esa apariencia. De hecho, ahora que me acerco, percibo en él, en esos ojos primarios esa mirada que he visto en otros y que delata inteligencia y suspicacia. En el caso de Hiro hay otra cosa más, algo inexplicable a mis ojos, algo que no parece tener una explicación lógica: Hiro mira arrobado a Sandy, mientras ella apura uno de esos plásticos llenos de ron con coca cola que los ingleses consumen en la calle, cocteles imposibles metidos en envases plastificados, de colores chillones, horteras para no desentonar con el ambiente.


Justo al lado de ellos un movimiento en el suelo llama mi atención. Aparentemente hay algo dentro de una gigantesca caja de cartón, de esas que se utilizan para embalar los grandes frigoríficos. Las manos oscuras de un hombre que estaba dentro de la caja manipulan sus bordes, abren las tapas, que saltan hacia afuera. No todas las mariposas son bonitas al salir de sus crisálidas. Este hombre no es la imagen de ninguna marca comercial, pese a vivir a las puertas de un centro de ocio. Yo quiero imaginar los motivos que le han llevado a vivir ahí, justo al lado de la puerta de uno de esos garitos ingleses infames, llenos a rebosar de alcohólicos anónimos, que no contentos con atrancar los baños del local todos los viernes, ahora salen y se ponen a mear en la caja del migrante, del desplazado, que por eso ha terminado por salir de la crisálida, a riesgo de despertar si no empapado en orines de otros.

Hiro y Sandy no conocen a Abdou, el senegalés de la caja, aunque hasta hace un rato compartían espacio, ellos besándose, chuperreteandose al lado de la cama improvisada del refugiado, ajenos a la desgracia del otro, pendientes sólo de su trallazo hormonal, de la previa antes de un coito rápido en la habitación alquilada de uno de los dos, allí en la residencia de estudiantes.

Estoy pensando mientras paseo al lado de Abdou, mientras le escucho gritar para nada, tratando de ahuyentar a los tres borrachos que han confundido su cama con un meodromo. Estoy tratando de ponerme en la piel de ese hombre, un igual que yo al fin y al cabo, que está allí tirado, amenazado, olvidado y ahora ignorado por esos cafres que hagan lo que hagan tienen o creen tener su vida resuelta.

Camino un poco más, atravieso una calle mal iluminada, y escucho la discusión acalorada de una pareja, dos chicos jóvenes que forman parte de un grupo más numeroso, que parece asistir como sujeto pasivo a este desencuentro. A medida que estoy más cerca, noto que la discusión se encona, que está demasiado subida de tono. Ella, la chica, hace ademán de marcharse, pero el la agarra de las muñecas, la aprieta, ella forcejea y él suelta la mano para pegarla un sonoro bofetón.

Silencio. Nadie, ninguno de los que asistían impertérritos a la trifulca mueve un dedo, emite un juicio de valor, amonesta al cenutrio que ha abofeteado a una chica que ahora se arrodilla, desmadejada.

Hago amago de intervenir, pero de repente todos esos individuos me parecen hostiles y éste país, este lugar del mundo que no es el mío, me parecen dispuestos a abofetearme a mi también si me sublevo.

Me consuelo a medias al ver que el chico se arrodilla y parece pedirla perdón. Avanzo por la calle, ahora vacía además de oscura, llego a mi hotel y en la cama, durante un rato largo, pienso en esta vida, en este mundo raro que mira para otro lado frente a las miserias humanas, que no quiere enfrentarse a según que realidades imposibles, pero que también ofrece oportunidades, vivencias, amor y sentimiento a quien parecía completamente condenado a no ser nunca feliz, a no tener nunca un momento de dicha.

Antes de dormirme pienso, como última reflexión del día, que nada es exactamente como lo pensamos o como lo vemos. Y por eso descreo.


domingo, 24 de abril de 2016

LA PUTA EMPATIA


¿No os pasa a veces que os gustaría no poseer una virtud? ¿No os sentís en algunas ocasiones como obligados por vuestra condición?

Quizá os pase, casi seguro que os pasa porque todos los que me leéis sois buena gente seguro. Hasta los que no conozco.

Y tenéis empatía. Aunque a veces quisierais no tenerla.




LA PUTA EMPATÍA
 
Quizá debe ir por delante que no soy un ladrón vocacional. A ver, tampoco soy Robin Hood, pero la verdad es que prefiero no saber a quién robo, no conocer al otro, no ver su cara.
 
Por eso desde las medidas especiales, lo paso realmente mal. Los robos en domicilios y empresas eran tan frecuentes que el gobierno tomó las riendas del tema, aumentando presencia policial y penas largas de prisión por allanamiento, y entonces decenas de ladrones sin vocación nos lanzamos a las calles, destinados a hurtos de poca cuantía, huyendo de las duras condenas pero también de los grandes botines.
 
Ese día estaba apostado en una confluencia de calles en el distrito comercial, esperando algún descuido, avistando confiadas presas que dejan su coche abierto mientras pagan en la gasolinera, en el kiosco, o simplemente tienen la ventanilla abierta.
 
Al poco, justo enfrente, aparca en doble fila un tipo. Por sus gestos se ve que está hablando a través del manos libres. Al principio sonríe, pero luego comienza a hacer grandes aspavientos. Discute.
 
En la otra esquina un camión poco vigilado descarga unas cajas de verdura, nada interesante, nada que pueda transformar en dinero rápido: lo fácil es la tecnología, y el pavo de la llamada sigue hablando, pero ahora mueve los brazos con furia, y de repente, bruscamente, corta la comunicación y apoya su cabeza en el volante.
 
Seguramente, pienso, ha discutido, y ha llevado las de perder. Me recuerda mucho a esas conversaciones que terminaban mal con Candela, aquellas discusiones que terminaron con nuestro matrimonio, que destrozaron nuestra historia y marcaron el inicio de mi descenso a los infiernos, hasta el punto de estar, como hoy, esperando que alguien se descuide para poder mangar algo que pueda transformar en unos días más de alquiler y comida.
 
El pavo levanta la cabeza del volante, mira algo en una tablet y la esconde bajo el asiento, preparándose para salir del coche. Antes de agarrar su americana, yo ya estoy dispuesto, ganzúa electrónica en mano, para abrir su coche cuando se marche.
 
Actúo rápido y confiado, porque ésa es la forma más sencilla de no despertar sospechas: me dirijo hacia el coche con la ganzúa en mano, como si fuera un mando a distancia, y en pocos segundos la tecnología, tan claramente puesta al servicio del lado oscuro, hace su trabajo y consigo abrir la puerta. Rápidamente saco de la guantera el IPad, y antes de marcharme escucho el avisador de un mensaje de whattsapp y descubro un teléfono en el bolsillo de la puerta del piloto. Lo agarro, salgo y me dirijo sin mirar atrás a mi coche.
 
Giro la calle para salir del ángulo cercano de visión, pero en la siguiente calle un camión tapona la circulación, con lo que desde el retrovisor puedo ver el coche que he saqueado. Hago sonar el claxon para presionar al transportista, que ni se inmuta, y me resigno a esperar, vigilando a mi espalda.
 
Su cara delata que rápidamente es consciente de la situación, y además se lleva las manos a la cabeza, y golpea el volante con violencia. Sale del coche y se recuesta sobre al capó, abatido, hasta que algo se activa en él, va hasta la acera y marca un numero desde una cabina, quizá el de la policía o el de alguien familiar. Finalmente el camión de delante está averiado, y es tan grande el acumulo que se ha ido haciendo tras de mí, que no puedo ir ni atrás ni adelante, así que sigo viendo todo lo que está ocurriendo cual inesperado espectador de un autocine.
 
El chico se sienta en un bordillo, y para mi malestar, tras un rato cabizbajo, levanta la cara: llora, aprieta los puños. Se desespera.
 
Dentro de mi coche me siento incómodo, maldigo el tráfico de la ciudad que ha posibilitado esto. El teléfono robado vibra de repente, varias veces, voy a cogerlo para apagarlo porque imagino que es alguien a quien él ha pedido que llame, pero no es una llamada, son mensajes de Whatsapp. Es una conversación con alguien que él nombra como La chica de mi vida. No quiero leer pero los mensajes van entrando, y al ver los últimos retrotraigo la historia con mi dedo. Mierda. He pillado una trascendental discusión. Parecen, son dos recién enamorados en su primera crisis, él la pide que la perdone por su torpeza, por sus errores. Ella resiste, parece resistir, pero al final, en los mensajes que él no ha leído, ella cede.
 
- Ven pronto a verme al teatro, espérame en el camerino. Me dueles pero...te adoro a partes casi iguales. Vuelve esta noche, por favor- escribe ella.
 
Miro hacia atrás, el tipo sigue sentado allí, el camión sigue delante, de pronto se pone a llover y suenan canciones llenas de melancolía en mi spotify.
 
- Chica de su vida, he robado el móvil de su príncipe, pero lo dejo bajo el banco en la parada del 39, justo al lado de donde han ocurrido los hechos. Ah. Y suerte. Espero que se arreglen, que de verdad sea su príncipe.
 
Salgo del coche, me siento en la parada, introduzco el móvil en un hueco tras el asiento y vuelvo al coche. El puto camión, la puta crisis, las putas películas con final feliz y, sobre todo, la puta empatía.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

lunes, 4 de abril de 2016

WHEN THE NIGHT COMES


¿A cuántas personas que han rozado nuestras vidas nunca llegamos a comprender? ¿Cuánto queremos saber de los demás? 

Muchas veces, las más de las veces, creo que no entendemos porque no nos esforzamos por entender, o porque no le dedicamos el tiempo necesario a hacerlo.

A ella parecía no importarla que no la entendieran. Pero si la observabas, si estabas ahí cuando la noche llegaba, no podías por menos que preguntarte sus porqués. Lo que no se ve de la chica de When the night comes.



WHEN THE NIGHT COMES

Ella era bajita, menuda, liviana. Pero no te confundas al leerme: ésa era sólo la apariencia. Tenía otra hermana, dos años mayor, que la llevaba a todas partes, y así la conocí. La hermana bailaba todo lo que ponían en la discoteca, sonreía a todo el mundo, era muy conocida allá donde fuésemos, y fuimos mucho, y a todas partes. Ella, como os decía, era el paquete, la hermana pequeña que tienes que atender, de no ser porque, al poco de llegar, ya llamaba la atención. Era altiva pese a su juventud, era desafiante y rápida en sus pensamientos, jugaba al billar subiéndose por el filo, apretaba fuerte el palo y le pegaba duro y colocado. Ahora al intentar evocarla para esta historia imagino música de Quique González o Coque Malla, música canalla, acordes de madrugada bien cargados de humo y cerveza en tercio.

No recuerdo la primera vez de nada a su lado, aunque imagino que fue todo en uno, y lo que sí recuerdo es que desde ese momento fuera el que fuese y como quiera que ocurriese, algo de ella, algo de lo que consumí de esa vampiresa me subyugó. Cuando nos encontrábamos hacia caso omiso, no parecía haber anidado en su corazón el mismo fuego que había colapsado mi armazón. Así que dejé pasar el tiempo, me protegí obviándola, y volví a encajar en la vía el tren descarrilado que su contacto había hecho de mi existencia.

Ahora que lo pienso, seguramente por eso no recuerdo esa primera vez. La borré y cuando estaba todo en el saco de lo indefenso, volvió a la carga.

Tenía novio. Recuerdo que lo dijo. Una sola vez, pero lo dijo. Apareció por el tugurio del billar donde nos escondíamos de los veranos, sin la hermana. Puso sus monedas para acceder al tapete y dos horas después nadie la ganaba. Seguía bajita, menuda, liviana. El cuerpo de un grumete y los ojos y el tono de un capitán, de un líder. El pecho pequeño, duro, marcado en una camiseta de tirantes de color caqui. Una exploradora, una francotiradora.

No pude ganarla una sola partida, pero me concedió bola extra. Esperó que el resto marchase, pagó dos cervezas y me citó en el baño. Fui tras ella y gané recuerdos que después volvieron a perseguirme y que ya nunca se fueron. Un sexo voraz, autoritario, de alto voltaje. Una mirada acerada, con un fondo indescifrable, mezcla de deseo y desencuentros. Mientras aferrada a mí crecía rítmicamente, en algún momento sentí su necesidad, su imperioso deseo de ser reconocida, de ser querida. Fueron  unos segundos. Apenas habíamos llegado y ella ya estaba fuera, recompuesta y apurando su cerveza.

Esta vez no se marchó. Pero tampoco se quedó. Me aferró a una rutina que no pude romper. Aparecía, sola siempre, con su camiseta de tirantes, tiraba de mí hasta su coche y allí ponía a Gary Moore. Conducía hasta el descampado y entonces y sólo entonces hablaba.

Me contaba retazos de una vida hecha jirones. Me hacía ponerme en su piel, me erizaba con su historia de soledad e incomprensión.

Un tiempo después, comprendí que yo era su cuarto oscuro, el lugar donde revelar sus fotos. Yo era su oportunidad de ordenar su distorsión por unas horas. Y yo me acostumbré a eso. Y a esperarla. A ella, y a sus noches.

Venia cada dos meses, aparecía, de repente, siempre a media tarde. Yo montaba en su coche, y ella conducía hasta el bar de un amigo. Salía de allí con seis cervezas frías y me llevaba hasta un descampado cercano. Te diría que hablaba, pero más bien mascullaba su historia, quería contármela y no. Quería que yo estuviese allí, atendiendo, pero realmente nunca me contaba exactamente qué la pasaba, menos aún si yo indagaba. Entonces zanjaba la conversación y dejábamos que la música llenase la atmósfera dentro del coche.

Y entonces, al principio lento pero luego acelerando inexorable, llegaba la noche. Ella cambiaba la cinta de la radio del coche, y sonaba Joe Cocker. Todas las tardes a su lado, como un ritual preconcebido, como una necesidad que sólo puede alimentarse así, llegaba la noche y ella ponía esa cinta. Y todas las noches, sin excepción hasta que dejó de venir a buscarme, ella me hacía el amor bajo los acordes de When the night comes.

No me quedó ni un segundo de tristeza, ni una lágrima que derramar cuando llegó una ausencia que yo ya sabía que llegaría. Se marchó y de vez en cuando enfilo el camino del descampado, paro el coche, abro el portón trastero y me siento a escuchar la música que ella me regaló. Todas las canciones. Menos When the night comes

viernes, 26 de febrero de 2016

DETALLES DESDE LA VENTANA


 
Cuanto más tardas en identificar y reconocer un problema, más tardas en acometerlo y someterlo. Mirar dentro de uno, dejar que los demás nos digan por qué debemos hacerlo, por qué debemos salir de esa inacción, es fundamental. Todos somos distintos y eso nos hace especiales. Aunque unos lo son más que otros. Personas que son un detalle constante, humanos en constante y abnegado servicio a los demás, que nunca se ponen por delante de nadie,  y que quizá por eso sufren más que ninguno. Personas detallistas que miran el mundo desde una ventana. Hasta abrirla.
 
 

DETALLES DESDE LA VENTANA

Marcos acaba de marcharse, cerrando de un portazo tan violento que aún se mueven un poco los platos que tengo colgados, recuerdo de algunos viajes que quizá no merecían más recuerdo que ése.

Cuando discutes con tu pareja a veces hay esa violencia, pero con Marcos, con mi amigo Marcos, las discusiones están elevadas a la máxima potencia. Seguramente busca en mí un efecto catártico, una especie de crisis que haga que piense en lo que él quiere que piense. Y es que Marcos, esta vez como otras, lo que quiere es que piense en mí.

Devuelvo la vida a mi IPhone, pico mis códigos, conecto Napster y dejo que la música lentamente me invada. Y luego, tras un rato, me levanto, camino hacia la ventana, giro la manilla y la abro. Y el aire que me llega es, de repente, mi aire.

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Una hora antes, Marcos ha llamado a mi puerta, con los nudillos primero, luego a timbrazos que taladraban mis tímpanos e inundaban mi cerebro. Me huele. Tiene esa puta capacidad que tienen los buenos amigos para aparecer cuando los necesitas pero aún te niegas a reconocerlo, cuando aún estoy empapada en el llanto que guarda la crisálida de los días malos.

No me queda más remedio que levantarme, arrastrar los pies y abrirle la puerta, para luego sin mirarle enfilar de nuevo al dormitorio. Pero Marcos, ese puto amigo que viene a hurgar en tus heridas cuando aún no lo has llamado, me corta el paso y sin palabras, sólo enfrentando mi mirada, me inquiere.

Yo no voy a contarle nada, no por nada, sino porque Marcos sabe ya todo, así que simplemente me detengo, dejo que su mirada me juzgue. Normalmente tras un rato así, se apiada, me regala uno de sus abrazos de oso, masculla alguna maldición y luego me elige la ropa para que salgamos a dar una vuelta.


Realmente, a día de hoy, no me pasa nada malo. Pero Marcos dice que sí, que lo que me pasa, que esa tendencia que tengo de encerrarme en casa y dormitar, es por mi inclinación al menosprecio.


Quizá tenga razón. Él dice que es una cuestión de educación. Aún a mi generación la educaron para jugar un papel secundario, para no ser la opinión que dicta un camino. Tenemos muchas veces tendencia a no expresar, a no parecer, a buscar pasar desapercibidas, dejamos que nuestros logros sean silenciados, o peor aún, tendemos a minusvalorarlos frente a los de otros. Y eso sin hablar de gustos, aficiones, etc.


Mi problema con Marcos es Marcos en sí mismo. Marcos comparte conmigo, vive en mis cosas y me hace partícipe de las suyas, y es por ello que, poco a poco, ha ido entrando en mí, ha ido conociendo todo. Marcos sabe que me gusta la música, no se sorprende al verme bailar, lo hemos hecho miles de veces en casa, gastando megas, comentando temas. Marcos sabe que me encantaría tocar el piano, recuperar mi solfeo. Marcos sabe que me gustaría preparar ricos platos para alguien, y continuar haciendo el amor en el sofá, para terminar durmiendo al otro en mis brazos, acariciando su cabello, con el ritmo aún veloz, pensando en que vuelva a amarme al despertar, para no sentir el vacío de una cama sin huésped.


Marcos sabe todo eso y mucho más. Sabe que el mundo me gusta en colores, que no quiero ir peinada sólo con una coleta, que adoro las montañas nevadas y el agua corriendo a mi lado. Que puedo hacer los deberes con mis hijos y al rato buscar la película que encaja con el gusto de mi amante, y que no fallaré.


Pero sobre todo, Marcos sabe, y me dice, que no hay una persona que pueda ser amiga de otro como yo lo soy. No te falta un detalle, me dice. Eres la AMIGA de las letras grandes.

Está enfadado hoy Marcos, muy enfadado. Y carga su rifle, hace su último intento.


- ¿Ves la ventana?,- pregunta- el mundo está ahí fuera. Y no te espera. Eres tú la que tienes que abrir, salir. Eres tú la que tienes que romper tus barreras. El mundo no te espera, pero se sorprenderá. ¿Sabes por qué?


Lo miro. Me mira.


 - Se sorprenderá porque el mundo necesita sentir como tú sientes. El mundo necesita de tu sensibilidad. Todos pensamos que nunca llegará alguien que tenga un detalle, que nos haga sonreír, que nos llene, que nos complique también. El mundo necesita gente que le haga sentir, como sientes tú. Así que es la última vez que te lo digo: abre la puta ventana, y llena las vidas de los demás de tus detalles.


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Así que, como antes decía, devuelvo la vida a mi IPhone, pico mis códigos, conecto Napster y dejo que la música lentamente me invada. Y luego, tras un rato, me levanto, camino hacia la ventana, giro la manilla y la abro. Y el aire que me llega es, de repente, mi aire. Mi aire, el aire de mi ciudad inundando mi casa, entrando en mi vida.

Y Marcos mirándome desde abajo, exultante. Sonriendo. Como siempre, como nunca.