miércoles, 21 de junio de 2017

FRUSTRADO

Si respondemos a todo con el ojo por ojo, posiblemente lo único que finalmente consigamos es frustrarnos. Y podías incluso haber llevado la razón, pero la has perdido. La teoría la conocemos todos, queremos respetarla todos pero luego, en la calle, un día, algo se tuerce y...vuelves a salir perdiendo.


FRUSTRADO


Todo está en calma. He esperado hasta tarde para ponerme en marcha, me he asomado de nuevo por la terraza y me he cerciorado de que no hay nadie enfrente, en el descampado.

Me he puesto ropa oscura para bajar a la calle, y en la acera observo a un lado y al otro y cruzo sigiloso la calle y me cuelo en el solar a traves de una valla agujereada. Camino con paso decidido a pesar de la oscuridad de esta asfixiante noche sin luna, rodeo una pequeña protección de madera que rodea al huerto y me agacho un poco junto al depósito de agua que provee a las hileras de plantas. Después de tantos días observando el trabajo del hombre, no me extraña encontrar un trabajo primoroso, ordenado, lustroso. 

Tengo que reconocer que dudo unos segundos antes de comenzar a cortar los briosos tallos abrazados a las espalderas, esos que ya andan llenos de tomates que reverberan en su piel la luz de una luna en menguante. Con una pequeña azada revuelvo en las matas de los calabacines, arraso las de los pimientos. Pincho el depósito de plástico que he visto acarrear muchos días desde la gasolinera contigua con gran esfuerzo por parte del agricultor jubilado. Me siento, en parte fatigado a partes iguales por el esfuerzo y por el temor a ser descubierto. En pocos minutos he terminado con el esfuerzo de unos meses. Y pensaba que me sentiría bien, justificada mi acción por lo ocurrido el día anterior, pero no. El mal ya está hecho, y desde el segundo uno siento un amargor que no sé si tendrá fecha de caducidad o me acompañará martirizándome. 

De nuevo en marcha, amparado tras los arbustos, alcanzo primero la calle y después mi casa. Apesadumbrado, sin comentar nada con nadie, me desvisto, me doy una ducha que busca una purificación que no consigo y acto seguido me acuesto, y lógicamente voy enganchando un sueño feo con otro, intercalando vigilias a ratos que se hacen eternos antes de ver de nuevo luz entrando por las rendijas de la persiana.

El día anterior, como otros en los meses previos, había conseguido establecer un ritual a la caída de la tarde. Con la primavera en apogeo, ver atardecer se había convertido en una pasión, un placer privado. Me sorprende la vida porque en un tramo no predecible te regala de repente una rutina agradable, una sorpresa en forma de agradable presente. 

Regaba mis cuatro plantas, y me sorprendía al ver un retoño creciendo de repente en una maceta olvidada. Miraba al techo y de sopetón descubría un nuevo avispero en el mismo sitio donde el año pasado ya quité con mucho cuidado uno. El cielo mientras tanto pasaba de azul a amarillo, naranja, rojo, morado... y al fondo se recortaban unos montes que no sabía localizar en mi mapa mental. Era, en definitiva, un pequeño oasis mental, media hora en la que disfrutar sólo de la observación del medio que a veces no hago en el día a día. Y aún faltaba lo mejor, ver trabajar a aquel hombre en su huerto y la aparición, fieles a su cita con la caída del sol, del grupo de conejos que daba vida al descampado. 

El hombre llegó meses atrás con una silla a cuestas. La valla del descampado estaba rota, el solar había sido en su día un desguace a las afueras de la ciudad, y al cerrarlo la zona pasó al olvido. Tras un par de días dando vueltas por allí, un día el hombre trajo aperos, unas maderas y un bidón voluminoso, azul. Quince días después, ante mi asombro de hombre cero bricolaje, donde había un terreno yermo había unas líneas de tierra húmeda, sembrada de hortalizas, hierbas aromáticas y otras verduras. Y el hombre y su huerto pasaron automáticamente a formar parte de mi placentera rutina diaria: mis atardeceres, el brote en mi maceta, su huerto y el milagro de esa familia de conejos creciendo casi en mitad de la ciudad. Hasta ayer.

Ayer por la tarde el hombre se demoró más de la cuenta en las tareas, y al marchar era casi anochecida. No salió por la valla más pegada al huerto, sino que se encaminó al agujero cercano a la madriguera de los conejos. Al pasar por allí, discretamente, se agachó y depositó algo en el suelo. Fue muy rápido, y al principio yo pensé que se estaba atando los zapatos, pero no.

Al día siguiente, antes de marcharme, recién amanecido, me asomé un segundo para ver mi descampado, para decirle hasta la noche. Y entonces los vi. Todos los conejos. En la entrada de la madriguera como otros días, pero con un matiz. Estaban inmóviles, estaban hinchados, sin rastro alguno de violencia. Y entonces mi pensamiento retrocedió al día anterior, a ese gesto de agacharse del hombre al pasar cerca del agujero. Los había envenenado. Los había quitado de en medio. Molestaban y, como otras cosas que nos molestan a los humanos, había optado por resolver su problema eliminándolo de raíz.

No sé porqué pasó, pero de repente sentí como si ese gesto violase mi paz, como si ese envenenamiento reflejase la lucha pueril y estéril que la naturaleza mantiene con el hombre, por un lado su nobleza y por el nuestro nuestra ambición, nuestro egoísmo primitivo, nuestro poco respeto por dejar recursos al que venga mañana. Le molestaba que los conejos mordisqueasen su huerto ilegal, y se los cargó. Así fue.  Y así me rebelé contra ello.

Y tras hacerlo, tras la destrucción, me sentí tan pueril y tan frágil como la propia naturaleza, como alguien incapaz de encontrar justificación a lo que hizo.

Dejé de mirar esos atardeceres. Nunca supe si salieron los tomates del huerto. Llevé mi maceta a la otra ventana, la que no daba al descampado. Y pese a todo eso, seguí creyendo que en otro momento la vida me regalaría otra forma de íntimo disfrute, de momento para mí. Y ese momento llegó. Pero ya forma parte de otro relato.