miércoles, 5 de julio de 2017

New Life

Hace mil años un garito en Madrid se apropió de un nombre de leyenda: New Life. Era la época de los after, de la ruptura definitiva con lo anterior. Era transgredir en superlativo. Seguramente la protagonista de esta historia no aspira a tanto, casi seguro que espera pasar desapercibida. Pero al escribirla, sentimos que ella entra en su propia New Life. Y creo que la gusta.


A NewLife

Algunas personas se adueñan de sus vidas desde el minuto uno. Son decididas, no necesitan de otros para funcionar, eligen su camino.

Otros no lo hacen nunca, van a remolque con la esperanza vana de que algo golpeé fuerte la estructura y un giro los favorezca, los haga coger la ola, estar a favor de viento.

Y hay otros que fueron en busca de un sueño, que estuvieron dispuestos a sublimarse con tal de lograrlo o mantenerlo sin pensar que en el momento justo de hacerlo lo están perdiendo.

Fíjate, yo creo que para todos hay un momento en el que es posible que sean felices. Como ella. Que está, años después, de Estreno.

NEW LIFE.

En las bodas buenas no sirven sangria. Ni limonada. Son bodas de cocktail premium con fruta, hierbas y hielos de colorindangos. No hay vasos normales, de chato de vino, de tasca de licores potentes. Ni siquiera ponen gaseosa para hacer un tinto de verano, algo refrescante para apagar la sed que tengo tras, eso sí, un exquisito jamón y foie que han puesto en el ágape de entrada, mientras esperamos a los novios.

Es la primera vez que asistimos todos a una boda, todos menos tú. Y esto es tan solo reflexión, no es melancolía. No me quedó nada, no me dejaste nada cuando hace dos meses te encontré, frío en la cama por la mañana, víctima según dijo el médico de un infarto repentino. Repentino sí, pero no por ello no esperado, tras una vida de coñacs rancios y de Farias perpetuándose en tu boca. Repentino, sí, pero esperable tras las noches de farra y excesos, tras las mil y una comilonas y el poco dormir. Te fuiste y no me quedó nada, no me dejaste nada, salvo una íntima sensación de alivio que no puedo compartir con el resto, pero que está dentro de mí como lo está la vida dentro de una semilla que no sabes cuándo germinará, pero que terminará haciéndolo.

En el pueblo he tenido que mantener un decoro, un disimulo por el qué dirán, ya ves tú, los cuatro como tú que quedan allí, jugando desde siempre a joderse la vida los unos a los otros desde tiempo inmemorial. Les importó un bledo tu pérdida, después de tanto abrazo y tanta juerga. Pero en casa en Madrid no. Aquí al día siguiente abrí todas las ventanas y por ellas se marchó también la rabia contenida, el trabajo sordo de sacar adelante una casa, una familia sin una figura paterna, siempre borrosa entre el trabajo como guardia urbano y las noches de amigos y fulanas.

No voy a dejar que estas letras, las primeras que escribo desde que dejé de escribir al casarme, se empañen o se llenen de reproches. Supe casi desde el principio que la vida a tu lado sería un sinsentido, así que soy tan culpable como lo fuiste tú. No cogí  un día la puerta, no me impuse en ninguna de nuestras discusiones, dejé que todo lo que asomaba se hiciese cruel certeza, así que no, no pienso decir nada más de mi pasado brumoso.

Sentada tras los postres, observo a la juventud bailar y cantar, a los novios saludar a unos y a otros, respiro esa vitalidad, esa alegría de los enlaces en los que los que se unen lo hacen por amor. Y creo que ha llegado el momento de pedir una copa en la barra, ahora que además mis hijos han desaparecido, convencidos de que estaré aburrida sentada hasta que ellos decidan que nos marchamos.

Camino hacia mi copa contenta de no haber abandonado en estos años la natación y el jogging, feliz por conservar unas torneadas piernas que soportan sin problemas mis relucientes zapatos de taconazo negros.

El camarero, joven, con el mismo corte de pelo que mi hijo pequeño, me sonríe al solicitar un Dry Martini y a mí me encanta su sonrisa, y la libertad alada que los primeros sorbos proporcionan a mi recién estrenada viudedad.

Al entregármela, con socarronería, me ha dicho que un cocktail de ese tipo bien merece un brindis, y ahora que se aleja a atender a otros invitados, levanto mi copa, y brindo.

Por mi. Por estar de estreno- me digo, con convencimiento.

Y no hay más. No hay un apuesto y bronceado señor que viene a cortejarme, ni me hace falta. Y no hay más piropos que los que me escucho decirme, y no me importa porque éstos que me digo son los que necesito, los justitos.

Termino mi Dry Martini y me levanto, y me sorprendo a mí misma determinando que la noche para mi ya ha terminado, siendo yo la única responsable de la decisión de marcharme, sin tener la necesidad de esperar que llegues medio borracho a pedirme que nos quedemos un rato más. Ya no. Ya no estás.

Y yo, yo estoy de estreno. Sola. Y conmigo.