miércoles, 13 de julio de 2016

LO QUE ESTÁ PASANDO Y NO

Somos descreídos. Lo somos hasta tal punto que ni siquiera creemos lo que vemos. Somos incrédulos, seguramente porque pensamos que las cosas que pueden pasar tienen que pasar tal y como nos pasarían a nosotros. Y no.

La grandeza de un mundo imperfecto es que todo es posible. Hasta las cosas que van a pasar y en las que no crees. Por descreído.
 

LO QUE ESTÁ PASANDO Y NO

Ella , Sandy, ha perdido la fe. Encerrada en un cuerpo que es más corpulento mañana que hoy, atrapada en sus miserias, en sus ansias, Sandy siente que sólo vivirá el amor que ve en las series de la televisión, en el amor de otros y de otras, aquel que es lejano pero que cuando se acerca duele porque te enfrenta a tu desnudez relacional. Sandy está más sola que la una, pero de repente Hiro aparece para cambiarlo todo. Hiro es asiático, menudo, al lado de Sandy da el contrapunto. Los dos tienen nombres ficticios, habitan solo en mi imaginación cuando los he encontrado paseando por las calles de la británica Cambridge. Diez grados en la calle y ese viento del norte que te machaca en esta ciudad ya sea Febrero que Mayo, ya sea Diciembre que Julio. A ellos no les importa. Ella lleva un imposible pantalón corto que deja entrever sus moradas y rollizas piernas, y una camiseta de dibujos geométricos que se la quedó pequeña hace un tiempo. El tiene unas gafas de presbicia significativa, un peso total no superior a cincuenta kilos y aspecto de no estar muy enterado de nada, o quizás me engañe esa apariencia. De hecho, ahora que me acerco, percibo en él, en esos ojos primarios esa mirada que he visto en otros y que delata inteligencia y suspicacia. En el caso de Hiro hay otra cosa más, algo inexplicable a mis ojos, algo que no parece tener una explicación lógica: Hiro mira arrobado a Sandy, mientras ella apura uno de esos plásticos llenos de ron con coca cola que los ingleses consumen en la calle, cocteles imposibles metidos en envases plastificados, de colores chillones, horteras para no desentonar con el ambiente.


Justo al lado de ellos un movimiento en el suelo llama mi atención. Aparentemente hay algo dentro de una gigantesca caja de cartón, de esas que se utilizan para embalar los grandes frigoríficos. Las manos oscuras de un hombre que estaba dentro de la caja manipulan sus bordes, abren las tapas, que saltan hacia afuera. No todas las mariposas son bonitas al salir de sus crisálidas. Este hombre no es la imagen de ninguna marca comercial, pese a vivir a las puertas de un centro de ocio. Yo quiero imaginar los motivos que le han llevado a vivir ahí, justo al lado de la puerta de uno de esos garitos ingleses infames, llenos a rebosar de alcohólicos anónimos, que no contentos con atrancar los baños del local todos los viernes, ahora salen y se ponen a mear en la caja del migrante, del desplazado, que por eso ha terminado por salir de la crisálida, a riesgo de despertar si no empapado en orines de otros.

Hiro y Sandy no conocen a Abdou, el senegalés de la caja, aunque hasta hace un rato compartían espacio, ellos besándose, chuperreteandose al lado de la cama improvisada del refugiado, ajenos a la desgracia del otro, pendientes sólo de su trallazo hormonal, de la previa antes de un coito rápido en la habitación alquilada de uno de los dos, allí en la residencia de estudiantes.

Estoy pensando mientras paseo al lado de Abdou, mientras le escucho gritar para nada, tratando de ahuyentar a los tres borrachos que han confundido su cama con un meodromo. Estoy tratando de ponerme en la piel de ese hombre, un igual que yo al fin y al cabo, que está allí tirado, amenazado, olvidado y ahora ignorado por esos cafres que hagan lo que hagan tienen o creen tener su vida resuelta.

Camino un poco más, atravieso una calle mal iluminada, y escucho la discusión acalorada de una pareja, dos chicos jóvenes que forman parte de un grupo más numeroso, que parece asistir como sujeto pasivo a este desencuentro. A medida que estoy más cerca, noto que la discusión se encona, que está demasiado subida de tono. Ella, la chica, hace ademán de marcharse, pero el la agarra de las muñecas, la aprieta, ella forcejea y él suelta la mano para pegarla un sonoro bofetón.

Silencio. Nadie, ninguno de los que asistían impertérritos a la trifulca mueve un dedo, emite un juicio de valor, amonesta al cenutrio que ha abofeteado a una chica que ahora se arrodilla, desmadejada.

Hago amago de intervenir, pero de repente todos esos individuos me parecen hostiles y éste país, este lugar del mundo que no es el mío, me parecen dispuestos a abofetearme a mi también si me sublevo.

Me consuelo a medias al ver que el chico se arrodilla y parece pedirla perdón. Avanzo por la calle, ahora vacía además de oscura, llego a mi hotel y en la cama, durante un rato largo, pienso en esta vida, en este mundo raro que mira para otro lado frente a las miserias humanas, que no quiere enfrentarse a según que realidades imposibles, pero que también ofrece oportunidades, vivencias, amor y sentimiento a quien parecía completamente condenado a no ser nunca feliz, a no tener nunca un momento de dicha.

Antes de dormirme pienso, como última reflexión del día, que nada es exactamente como lo pensamos o como lo vemos. Y por eso descreo.


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