martes, 23 de junio de 2020

EN BUSCA DE TU SONRISA

Hay muchas, muchísimas personas, que no dejarán huella alguna de su paso por la vida. En muchos casos sus vidas anónimas no registrarán eventos de calado que aparezcan en los medios, o que tengan un impacto o repercusión al menos de carácter local. Vivirán sus vidas, si, pero no serán ampliamente recordados.

Otros querrán hacerlo, querrán ser recordados, pero no conseguirán, aunque lo intenten abandonar ese anonimato. Vidas anodinas, incapaces de aportar algo.

Mi tío Jose siempre decía que vivir vivir, lo que es vivir, solo vives si es para dejar constancia de ello, ya sea por ti mismo o por tus obras. Seguramente cuando pronunció esas palabras no las consideré tan cargadas de sentido, pero el poso que dejaron en mi marcaron mi vida posterior. Esas palabras y, por supuesto, Alaska. En ella comienza este camino, esta aventura que aún parece no tener fin, que ha rozado el abismo y que ha sobrevivido y que hoy por hoy sigue, como ayer, en busca de tu sonrisa.






EN BUSCA DE TU SONRISA


Alaska no era el fenómeno mediático que hoy es, pero en los comienzos de los 80 era la reina del incipiente punk español, y eso y nada en el fondo era casi lo mismo en un país aún anquilosado musicalmente hablando. Pero eso a mi tío Jose no le importaba. Él había sido músico de joven, y regentaba en esos años una tienda de instrumentos musicales. Era un local grande y, con la excusa de poder permitir probar los instrumentos a posibles compradores, había montado en el sótano de la tienda un pequeño local de ensayo, en el que dio cobijo a muchos grupos de la movida madrileña, que con la excusa de probar los instrumentos venían a tocar allí. Por aquel entonces yo era una adolescente rebelde, una de tantas, y pasaba en la tienda de mi tío muchos ratos por la tarde hasta que mis padres venían de trabajar y me recogían. Pasaba las tardes devorando libros, lecturas que más tarde se convertirían en cruciales en mi vida, y allí aprendí también a amar la música, cómo no hacerlo si podía ver en directo cómo tocaban y cantaban los grupos que ensayaban. Fue algo inevitable, y acepté ese enamoramiento como algo a lo que era imposible negarse. Y allí conocí por primera vez el significado de algunas sonrisas, aquellas por las que me embarcaría en una búsqueda que me dura hasta hoy.


Un día, el ensayo se demoró algo en tiempo, y mi tío y yo apagamos los focos y esperamos a Alaska y su grupo en la puerta del local, dispuesto para cerrar. Cuando ellos subieron las escaleras, Alaska traía una sonrisa angelical que tenía el sabor y la certeza del trabajo bien hecho. Se acercó a mi tío, se apoyó en sus hombros para alzarse de puntillas y le dijo: Nos vamos felices a casa Jose, mañana enviamos la maqueta a las discográficas.


Poco tiempo después Alaska y los Pegamoides lanzaban Bailando y se hacían un nombre en el panorama nacional. Y en los créditos del LP, una dedicatoria especial: para el hombre que con su generosidad arrancó este proyecto, que ha llenado nuestra vida de sonrisas. Mi tía siempre decía que mi tío tenía una mujer, ella, y una amante con la que convivió toda su vida, la música. Y a mí me quedaron grabadas esas sonrisas de la dedicatoria, o más bien, la búsqueda de estas.


Los años pasaron, los negocios de mis padres nos devolvieron a Barcelona, su ciudad natal, y mi época universitaria sirvió además para vivir un proceso de enamoramiento de una ciudad que no recordaba por mi corta edad en la primera etapa vivida allí. Marcada por las letras, estudié filología por las mañanas, mientras pasaba las tardes entre libros y paseos por el Gotic, o en Jaica, el bar de las tertulias literarias. Comprendí en esos años que hay ciudades que se pasean, que se comen o desean, y que hay ciudades que se leen, que son literatura pura, y así era y es Barcelona.


Así que fue inevitable. Unida a otras dos compañeras, justo el día de mi quinto San Jordi en la ciudad condal, fundamos Letras y Miradas, nuestra librería restaurante, un espacio para todos aquellos que, como nosotros, vivían leyendo. Abrir justo ese día la tienda, en una luminosa mañana de abril, con tanta gente en las calles, las flores, la generosidad del regalo envuelto primorosamente, como un secreto bien guardado, arrancó nuestras sonrisas, las primeras que aquella aventura trajo.


Unos meses más tarde, en una tertulia, una poetisa joven era interpelada por un lector, y su respuesta cuadró mi búsqueda ignota, aquella que estaba larvada en mí y que sin saberlo se había convertido en mi razón de ser.


-          ¿Qué espera de un lector de su obra? ¿Qué sensación quiere provocarle?

-          Pues solo una cosa espero, sea cual sea la temática. ¿Ha visto usted a muchas personas terminando un libro, o un pasaje de este?

-          Si, claro.

-          Yo también. Y también soy lectora. Y lo que espero es que el lector, al levantar su mirada y cerrar el libro, se mantenga por un rato ensimismado, con la visión desenfocada, como evocando lo leído, y finalmente sonría.


Ofrecer libros se convirtió esos años en algo mucho más que material, nos alejamos de la parte negocio, nos aferramos a nuestra comunidad de lectores, sorteamos cómo pudimos las crisis, siempre con un escaso margen, mientras éramos plenamente conscientes de que el auge de las pantallas acabaría por convertirnos en un reducto, casi en una reminiscencia del pasado. Gran parte de nuestra subsistencia pasaba por una buena navidad, y un buen San Jordi, nuestro único gran día, hasta que llegó la pandemia, y el horror.


Cuando en febrero empezó a venirse todo abajo, y la amenaza del confinamiento se hizo evidente, comenzamos a pensar en que no había margen de acción. El confinamiento nos abocaría al cese total de la actividad, al cierre. Una tarde nos reunimos para valorar las posibles soluciones, y en cinco minutos vimos como nada valdría, que las ilusiones de estos años se desvanecían. Y en el minuto seis comenzamos a preparar nuestro último San Jordi, nos dispusimos a vencer de forma efímera al dragón, sabiendo que ni aun así podríamos salvar a nuestra librería, a nuestra princesa.


Recopilamos todas las listas de direcciones de correo electrónico que los lectores dejaban cuando hacían pedidos o se apuntaban a las actividades culturales, con sorpresa vimos que teníamos casi veinte mil de ellas, y les escribimos para explicarles la situación. Simple: el proyecto no va a poder seguir adelante, nuestro fondo de obras está a vuestra disposición para San Jordi, descuentos muy especiales para nuestra última remesa de sonrisas.


Nos hacía gracia utilizar las herramientas digitales que tanto daño nos habían hecho para anunciar nuestra última campaña, cruel ironía. Mis socias se marcharon echaron el cierre y yo me quedé dentro, en el altillo del local que se convirtió en mi vivienda desde la apertura y que seguramente también tendría que abandonar.


Veréis. Entre esos miles de destinatarios de nuestros mails había por supuesto actores, periodistas, músicos, escritores, juglares y comerciantes. En los días siguientes, los pedidos y los mensajes de apoyo fueron tales, de tal magnitud, tuvieron tanta repercusión, que pronto nuestra causa se hizo conocida en la ciudad, en el resto del país, y en los pequeños países que habitaban nuestros lectores. Alguien, mi Alaska particular, creo el hashtag #norenuncioamisonrisa, y la gente posaba en redes con el libro en el regazo, y esa mirada acuosa, y la sonrisa provocada por las letras...


Al llegar San Jordi prácticamente no quedaban existencias en la librería, y desde la ventana pude ver cómo los lectores recogían en el mercadito de al lado sus pedidos, los mismos que habían ocupado todos mis días de marzo y abril. Envueltos y con una nota simple. Gracias. Gracias por tu amor a las letras. Gracias por tu sonrisa. No renuncies nunca a ella.


No sé si mañana, cuando el mundo vuelva a abrirse, cuando despertemos de esta pesadilla, existiremos como Letras y Miradas. Si no es así, viviremos en otro proyecto, nos sumergiremos en otra aventura como los personajes de nuestros libros. Pero nunca dejaremos de afrontar el mundo con esa sonrisa que las letras de otros dejan cada día en nuestra puerta, dispuestas para hacer de nuestra vida algo más lindo.


miércoles, 27 de mayo de 2020

REFLEXIONES CONFINADAS

Las 5 claves para la gestión psicológica del confinamiento o ...


Reflexiones Confinadas

 

A veces uno tiene que mojarse. Y no hablo de la playa, ese objeto de deseo tan lejano hoy por hoy, en mitad de esta pandemia. Hablo de dar la cara, de manifestarse. No hablo de madridismo y barcelonismo, si me apuras no hablo de política. Hablo de sentido común. Hablo de necesidades.

 

Miren ustedes, atiendan a algo. Pregunten a quien quieran por los padres de la Constitución. Indaguen sobre su popularidad hoy, cuarenta y dos años después. Les aseguro que, en cualquier encuesta, tienen mayor popularidad que ustedes, tenemos por ellos infinito más respeto que por ustedes. Personas de distinta condición, educación, pelaje y ancestros, que se sentaron y sellaron un documento que ha dado paz y bienestar a nuestra sociedad durante años. En palabras soeces, un comunista, varios fachas, algunos políticos del anterior régimen, socialistas rojales y hasta un catalanista concentrando esfuerzos para sacar adelante una constitución que aportase estabilidad a un país que, quisieran más o menos los españoles, se había quedado huérfano tras una férrea dictadura de tintes tan autoritarios como paternalistas.

 

Si este ejemplo no les hace pensar, si con el mismo no puedo apelar a su sentido común, revisen las hemerotecas y descubrirán que la mayoría de los políticos, cuando ya no están presos de disciplinas de partido, tienden a manifestarse rápidamente de acuerdo en aquellos temas que atañen al día a día de los españoles, de los europeos...

 

Quizá hace falta que ustedes no tengan responsabilidades que indirectamente les entregamos para que puedan pensar con claridad cuál era la finalidad de su actividad, a qué vinieron a la política. Vinieron para servirnos. Vinieron, debieron venir, con la voluntad de conciliar, no de abrir las cicatrices que todos sabíamos que existían, pero que nunca tocábamos, en una suerte de respeto mutuo.

 

Miren una cosa. Hay una generación de españoles que levantó España tras una cruenta guerra intestina. Españoles de cualquier signo y condición, que emprendieron una tarea que cumplieron con creces: entregaron a sus hijos una España mejor, que quería dejar atrás su pasado, sus heridas. De aquella generación apenas quedaban unos pocos, y muchos de ellos han perdido la vida en estas semanas tan desdichadas. A ellos, los primeros, debemos honrarlos cuando podamos salir a la calle. Trabajaron con la duda de saber si volveríamos a ser un país, si dejaríamos atrás el hambre y las estrecheces, y lo consiguieron.

 

Tras esa generación, llegó la generación que se está marchando estos días, que se nos está escapando, joder, que, aunque tapemos el grifo con las manos sin más protección que unos guantes, se escapa entre los dedos, en un goteo incesante. Esos son los de la Constitución, los de los Pactos de la Moncloa, esos son los que han trabajado toda su vida para darnos carreras, futuros, bienestar y derechos. Se van. Y aún en ese último momento, destilan bondad: se van con la angustia de no saber qué será de nosotros tras su marcha. Me pregunto si todos nosotros somos, seremos capaces de honrarlos de la forma que a ellos les haría sentir orgullosos, y que no es otra que estar a su altura. A ellos, cuando todo esto pase, también habrá que honrarlos, en muchas familias habrá que hacerlo desde el dolor de su pérdida, en otras, ojalá, desde la alegría de conservarlos y desde el agradecimiento que surgirá tras estos días de reflexiones confinadas.

 

Señores políticos, me quedan tres grupos más por los que pedirles altura de miras y sentido común.

 

Obviamente hay mucha gente trabajando en la calle, en el campo, expuestos, sin las protecciones necesarias. Hombres y mujeres saliendo cada día a trabajar y volviendo a casa siempre con la incertidumbre y la culpa dentro: ¿estaré infectada? ¿Traeré la desgracia a mi familia? Muchos, muchos de ellos no tienen elección. Han de hacerlo, han de salir a la calle para poder COMER, para poder mantener a sus familias, en una versión nueva de «El amor en los tiempos del cólera». ¿Pueden imaginar lo que piensan en la estación de Metro, en la fábrica, en la farmacia? Creo que no. Pero cuando salgamos, esas personas merecen también su «estoy contigo», su «gracias».

 

Hay muchas razones en las que pensar cuando uno se debate en el cómo salir adelante. Miren, señores políticos de las distintas bancadas: ¿han pensado cómo ha sido el último mes y medio en la vida de cualquier médico, enfermera, auxiliar, celador? Un soldado debe estar preparado para luchar, para disparar, para morir en la batalla si es necesario pero, ¿cuánto hace que no vamos a una guerra masiva, en la que nuestras Fuerzas Armadas tengan que hace uso de sus armas? Yo se lo digo: salvo contadas y por supuesto honrosas y aplaudidas misiones internacionales, hace mucho que no tenemos, por fortuna, que someternos al arbitrio de la dureza bruta. Imaginen entonces por un momento lo que ha sido para nuestro colectivo sanitario enfrentarse a una pandemia así. Claro que en los hospitales se moría gente pero... ¿así? ¿En ese número? ¿En esas condiciones? ¿Alguien puede hacerse una idea del golpe emocional que han sufrido y sufrirán nuestros especialistas en salud? Alguno de ustedes, por desgracia, habrá vivido la crudeza de ver cómo se va un familiar. ¿Imaginan lo que es que todos los días veas caer a esas personas que horas antes te transmitían sus deseos de vivir, sus miedos y sus anhelos? Creo que no consiguen, que no conseguimos, recorrer del todo el camino de la empatía con esas personas humanas que luchan cada día para sortear fatales desenlaces. Los abandonamos a su suerte. Abandonamos la protección de lo único que realmente importa: proteger la vida. Ustedes y nosotros, sus votantes, hemos permitido que el sistema se depauperase, confiando en la bonhomía del colectivo. Pero ellos, en una crisis así, se han visto finalmente desbordados. ¿Podemos imaginar lo que es para una persona con esa vocación por salvar vidas, tener que llamar cada día a varias familias para anunciar un deceso? Yo, sinceramente, creo que no. Les llamamos héroes, pero les fallamos. Ojalá no lo hagamos de aquí en adelante, y les apoyemos en una vuelta a la normalidad que ya nunca, nunca, será como antes.

 

Pero, sin duda alguna, si ustedes quieren desandar lo andado y ayudarnos a recuperar la esperanza en el futuro, si a alguien le debemos, no solo ustedes, esa obligación, es a la generación que está hoy confinada en casa, jóvenes y niños que asisten inquietos en esta coyuntura, con miedos que les pasarán factura. A ellos les contamos que nuestros padres lucharon por un mundo mejor, personas que con ideologías muy distintas supieron aunar, ceder, crear espacios de entendimiento. ¿Podemos ofrecerles a nuestros hijos y nietos algo así? ¿Podremos concentrarnos en devolver a los jóvenes lo que nuestros padres y abuelos si supieron construir para nosotros?

 

Siento tener que terminar así esta reflexión que al fin explotó en letras ordenadas, pero hoy, a día de hoy, pese al horror, no veo esa intención de reflexionar.

 

Por eso quería pedírselo. Por favor, sentido común, altura de miras. Servicio público. Sin nuestros representantes. Pongan las bases para salir de esta ignominia.


miércoles, 2 de agosto de 2017

LIVE

Nunca sabes dónde nace una amistad, un amor, en qué punto surge un contacto, una conexión. Seguramente podrías negarte a ello, discurrir siempre de espaldas a los demás, pero la vida sería otra cosa. Hay una preocupación genuina en las personas por el prójimo. También la hay hacia el egoísmo, hacia la avaricia. Vivimos en esa eterna ambivalencia. Y a veces gracias a ella surgen momentos. Vivimos.



LIVE

Fue al salir de la sala de fiestas. Anduve tres o cuatro pasos y en la puerta cerrada de otro local, sentada sobre una caja de cervezas y con una guitarra apoyada en el suelo y sus rodillas, estaba ella.

Estaba liando un cigarro, con manos nerviosas o frías, y aunque mal hecho terminó llevándoselo a la boca y encendiéndolo. Llevaba unos mitones negros cubriendo la mitad de los dedos, imagino que en parte para aliviar el frío nocturno, y tras dos caladas encajó el cigarro entre los anclajes superiores del mástil y comenzó a tocar. 
Me encanta la música. Y ver tocar en la calle es como si de repente esas notas diesen otro color y calor a la misma. Lo extraño era que lo que estaba sucediendo acabase de empezar, y que fuesen las dos de la mañana.

Tengo un defecto innato, un desgraciado gusto por saber de los otros, no cotillear, no. Lo que me llama realmente la atención son los porqués de determinadas cosas. Y busco respuestas. Así que esperé a que terminase la primera canción, mientras algunas personas pasaban pero nadie paraba más que unos segundos. Ella levantó la vista un par de veces, y la segunda vez me pareció que ponía cara de pocos amigos, pero no me arredré. Y nada más terminar la canción, la pregunté sobre el primer porqué.
  • Hola, ¿empiezas ahora, a estas horas? 

Ella volvió a mirarme de reojo mientras chupaba el cigarro. Fue un encuentro visual muy fugaz, pero me dio tiempo a observar una cicatriz en su cara, en un lado de la frente.

  • ¿ A ti qué te importa? 

La miré de hito en hito, un segundo, dos, mientras ella, ahora sí, aguantaba mi mirada y me amilanaba. No esperaba esa respuesta, así que me quedé callado, de pie justo frente a ella. Terminó su cigarro y comenzó otra canción, y no lo he dicho antes, pero tanto la primera como esta segunda eran en inglés. No tenía una gran voz pero rompía en los graves, como esos cantantes que se han pasado de alcohol y noches.

Al terminar la canción, volví a la carga.

  • ¿Tocas alguna en español? 

  • NO. Y vete ya tío, que me asustas a la gente.

Fue un golpe bajo, pero seguramente merecido. La estaba importunando, y de repente me di claramente cuenta de ello. Ajusté la cremallera de mi abrigo y anduve unos pasos para marcharme a casa.

  • Mi padre es músico, -exclamé- era por eso.

Y continúe andando hasta el hotel cercano, sin mirar atrás. 

Un rato más tarde, ya tumbado en la cama persiguiendo sueños, imaginé algunos de los porqués de aquella música, obviamente elucubraciones sinsentido, y volví a recordarme que ese defecto, ese querer saber,normalmente me traía problemas.

Dos días más tarde, el último en el hotel, salimos a dar un paseo por el centro, y al volver, en otra calle, ella estaba tocando, mitones a media mano, melodías del underground inglés y el sempiterno cigarrillo. 

Juro que no me acerqué, tan solo caminaba por la calle y la música me atrajo como al ratón le atrajo Hamelin. Ya me había prometido no volver a preguntarla cuando ella, al terminar la canción, me miró interpelándome,

  • Oye, que siento lo del otro día.

La pedí finalmente una canción. Luego otra y luego ella cantó una canción en español. 

Antes de marcharme, la pregunté si estaba bien, si se encontraba bien. 

  • No, estoy muy mal

  • Lo siento. Mucho ánimo entonces, ¿vale? 

Y tal y como me había prometido, tal y como había trabajado los días anteriores, la di la espalda y comencé a andar hacia el hotel. Sin hacer ni una pregunta más.

Tres pasos antes de llegar a la entrada, una mano con mitones me agarra del hombro, me doy la vuelta, ella lleva la guitarra enfundada colgada a la espalda, tiene esa mirada que tiene la gente que ha sufrido en su vida.

  • ¿ Te importa quedarte hasta que termine de tocar? 

Y no me importó. Y así, hasta hoy. 



miércoles, 5 de julio de 2017

New Life

Hace mil años un garito en Madrid se apropió de un nombre de leyenda: New Life. Era la época de los after, de la ruptura definitiva con lo anterior. Era transgredir en superlativo. Seguramente la protagonista de esta historia no aspira a tanto, casi seguro que espera pasar desapercibida. Pero al escribirla, sentimos que ella entra en su propia New Life. Y creo que la gusta.


A NewLife

Algunas personas se adueñan de sus vidas desde el minuto uno. Son decididas, no necesitan de otros para funcionar, eligen su camino.

Otros no lo hacen nunca, van a remolque con la esperanza vana de que algo golpeé fuerte la estructura y un giro los favorezca, los haga coger la ola, estar a favor de viento.

Y hay otros que fueron en busca de un sueño, que estuvieron dispuestos a sublimarse con tal de lograrlo o mantenerlo sin pensar que en el momento justo de hacerlo lo están perdiendo.

Fíjate, yo creo que para todos hay un momento en el que es posible que sean felices. Como ella. Que está, años después, de Estreno.

NEW LIFE.

En las bodas buenas no sirven sangria. Ni limonada. Son bodas de cocktail premium con fruta, hierbas y hielos de colorindangos. No hay vasos normales, de chato de vino, de tasca de licores potentes. Ni siquiera ponen gaseosa para hacer un tinto de verano, algo refrescante para apagar la sed que tengo tras, eso sí, un exquisito jamón y foie que han puesto en el ágape de entrada, mientras esperamos a los novios.

Es la primera vez que asistimos todos a una boda, todos menos tú. Y esto es tan solo reflexión, no es melancolía. No me quedó nada, no me dejaste nada cuando hace dos meses te encontré, frío en la cama por la mañana, víctima según dijo el médico de un infarto repentino. Repentino sí, pero no por ello no esperado, tras una vida de coñacs rancios y de Farias perpetuándose en tu boca. Repentino, sí, pero esperable tras las noches de farra y excesos, tras las mil y una comilonas y el poco dormir. Te fuiste y no me quedó nada, no me dejaste nada, salvo una íntima sensación de alivio que no puedo compartir con el resto, pero que está dentro de mí como lo está la vida dentro de una semilla que no sabes cuándo germinará, pero que terminará haciéndolo.

En el pueblo he tenido que mantener un decoro, un disimulo por el qué dirán, ya ves tú, los cuatro como tú que quedan allí, jugando desde siempre a joderse la vida los unos a los otros desde tiempo inmemorial. Les importó un bledo tu pérdida, después de tanto abrazo y tanta juerga. Pero en casa en Madrid no. Aquí al día siguiente abrí todas las ventanas y por ellas se marchó también la rabia contenida, el trabajo sordo de sacar adelante una casa, una familia sin una figura paterna, siempre borrosa entre el trabajo como guardia urbano y las noches de amigos y fulanas.

No voy a dejar que estas letras, las primeras que escribo desde que dejé de escribir al casarme, se empañen o se llenen de reproches. Supe casi desde el principio que la vida a tu lado sería un sinsentido, así que soy tan culpable como lo fuiste tú. No cogí  un día la puerta, no me impuse en ninguna de nuestras discusiones, dejé que todo lo que asomaba se hiciese cruel certeza, así que no, no pienso decir nada más de mi pasado brumoso.

Sentada tras los postres, observo a la juventud bailar y cantar, a los novios saludar a unos y a otros, respiro esa vitalidad, esa alegría de los enlaces en los que los que se unen lo hacen por amor. Y creo que ha llegado el momento de pedir una copa en la barra, ahora que además mis hijos han desaparecido, convencidos de que estaré aburrida sentada hasta que ellos decidan que nos marchamos.

Camino hacia mi copa contenta de no haber abandonado en estos años la natación y el jogging, feliz por conservar unas torneadas piernas que soportan sin problemas mis relucientes zapatos de taconazo negros.

El camarero, joven, con el mismo corte de pelo que mi hijo pequeño, me sonríe al solicitar un Dry Martini y a mí me encanta su sonrisa, y la libertad alada que los primeros sorbos proporcionan a mi recién estrenada viudedad.

Al entregármela, con socarronería, me ha dicho que un cocktail de ese tipo bien merece un brindis, y ahora que se aleja a atender a otros invitados, levanto mi copa, y brindo.

Por mi. Por estar de estreno- me digo, con convencimiento.

Y no hay más. No hay un apuesto y bronceado señor que viene a cortejarme, ni me hace falta. Y no hay más piropos que los que me escucho decirme, y no me importa porque éstos que me digo son los que necesito, los justitos.

Termino mi Dry Martini y me levanto, y me sorprendo a mí misma determinando que la noche para mi ya ha terminado, siendo yo la única responsable de la decisión de marcharme, sin tener la necesidad de esperar que llegues medio borracho a pedirme que nos quedemos un rato más. Ya no. Ya no estás.

Y yo, yo estoy de estreno. Sola. Y conmigo.


miércoles, 21 de junio de 2017

FRUSTRADO

Si respondemos a todo con el ojo por ojo, posiblemente lo único que finalmente consigamos es frustrarnos. Y podías incluso haber llevado la razón, pero la has perdido. La teoría la conocemos todos, queremos respetarla todos pero luego, en la calle, un día, algo se tuerce y...vuelves a salir perdiendo.


FRUSTRADO


Todo está en calma. He esperado hasta tarde para ponerme en marcha, me he asomado de nuevo por la terraza y me he cerciorado de que no hay nadie enfrente, en el descampado.

Me he puesto ropa oscura para bajar a la calle, y en la acera observo a un lado y al otro y cruzo sigiloso la calle y me cuelo en el solar a traves de una valla agujereada. Camino con paso decidido a pesar de la oscuridad de esta asfixiante noche sin luna, rodeo una pequeña protección de madera que rodea al huerto y me agacho un poco junto al depósito de agua que provee a las hileras de plantas. Después de tantos días observando el trabajo del hombre, no me extraña encontrar un trabajo primoroso, ordenado, lustroso. 

Tengo que reconocer que dudo unos segundos antes de comenzar a cortar los briosos tallos abrazados a las espalderas, esos que ya andan llenos de tomates que reverberan en su piel la luz de una luna en menguante. Con una pequeña azada revuelvo en las matas de los calabacines, arraso las de los pimientos. Pincho el depósito de plástico que he visto acarrear muchos días desde la gasolinera contigua con gran esfuerzo por parte del agricultor jubilado. Me siento, en parte fatigado a partes iguales por el esfuerzo y por el temor a ser descubierto. En pocos minutos he terminado con el esfuerzo de unos meses. Y pensaba que me sentiría bien, justificada mi acción por lo ocurrido el día anterior, pero no. El mal ya está hecho, y desde el segundo uno siento un amargor que no sé si tendrá fecha de caducidad o me acompañará martirizándome. 

De nuevo en marcha, amparado tras los arbustos, alcanzo primero la calle y después mi casa. Apesadumbrado, sin comentar nada con nadie, me desvisto, me doy una ducha que busca una purificación que no consigo y acto seguido me acuesto, y lógicamente voy enganchando un sueño feo con otro, intercalando vigilias a ratos que se hacen eternos antes de ver de nuevo luz entrando por las rendijas de la persiana.

El día anterior, como otros en los meses previos, había conseguido establecer un ritual a la caída de la tarde. Con la primavera en apogeo, ver atardecer se había convertido en una pasión, un placer privado. Me sorprende la vida porque en un tramo no predecible te regala de repente una rutina agradable, una sorpresa en forma de agradable presente. 

Regaba mis cuatro plantas, y me sorprendía al ver un retoño creciendo de repente en una maceta olvidada. Miraba al techo y de sopetón descubría un nuevo avispero en el mismo sitio donde el año pasado ya quité con mucho cuidado uno. El cielo mientras tanto pasaba de azul a amarillo, naranja, rojo, morado... y al fondo se recortaban unos montes que no sabía localizar en mi mapa mental. Era, en definitiva, un pequeño oasis mental, media hora en la que disfrutar sólo de la observación del medio que a veces no hago en el día a día. Y aún faltaba lo mejor, ver trabajar a aquel hombre en su huerto y la aparición, fieles a su cita con la caída del sol, del grupo de conejos que daba vida al descampado. 

El hombre llegó meses atrás con una silla a cuestas. La valla del descampado estaba rota, el solar había sido en su día un desguace a las afueras de la ciudad, y al cerrarlo la zona pasó al olvido. Tras un par de días dando vueltas por allí, un día el hombre trajo aperos, unas maderas y un bidón voluminoso, azul. Quince días después, ante mi asombro de hombre cero bricolaje, donde había un terreno yermo había unas líneas de tierra húmeda, sembrada de hortalizas, hierbas aromáticas y otras verduras. Y el hombre y su huerto pasaron automáticamente a formar parte de mi placentera rutina diaria: mis atardeceres, el brote en mi maceta, su huerto y el milagro de esa familia de conejos creciendo casi en mitad de la ciudad. Hasta ayer.

Ayer por la tarde el hombre se demoró más de la cuenta en las tareas, y al marchar era casi anochecida. No salió por la valla más pegada al huerto, sino que se encaminó al agujero cercano a la madriguera de los conejos. Al pasar por allí, discretamente, se agachó y depositó algo en el suelo. Fue muy rápido, y al principio yo pensé que se estaba atando los zapatos, pero no.

Al día siguiente, antes de marcharme, recién amanecido, me asomé un segundo para ver mi descampado, para decirle hasta la noche. Y entonces los vi. Todos los conejos. En la entrada de la madriguera como otros días, pero con un matiz. Estaban inmóviles, estaban hinchados, sin rastro alguno de violencia. Y entonces mi pensamiento retrocedió al día anterior, a ese gesto de agacharse del hombre al pasar cerca del agujero. Los había envenenado. Los había quitado de en medio. Molestaban y, como otras cosas que nos molestan a los humanos, había optado por resolver su problema eliminándolo de raíz.

No sé porqué pasó, pero de repente sentí como si ese gesto violase mi paz, como si ese envenenamiento reflejase la lucha pueril y estéril que la naturaleza mantiene con el hombre, por un lado su nobleza y por el nuestro nuestra ambición, nuestro egoísmo primitivo, nuestro poco respeto por dejar recursos al que venga mañana. Le molestaba que los conejos mordisqueasen su huerto ilegal, y se los cargó. Así fue.  Y así me rebelé contra ello.

Y tras hacerlo, tras la destrucción, me sentí tan pueril y tan frágil como la propia naturaleza, como alguien incapaz de encontrar justificación a lo que hizo.

Dejé de mirar esos atardeceres. Nunca supe si salieron los tomates del huerto. Llevé mi maceta a la otra ventana, la que no daba al descampado. Y pese a todo eso, seguí creyendo que en otro momento la vida me regalaría otra forma de íntimo disfrute, de momento para mí. Y ese momento llegó. Pero ya forma parte de otro relato. 


viernes, 20 de enero de 2017

EL SAXO DE EVA

Es difícil no volver a escribir sobre cosas cotidianas, o sobre aspectos que te llaman la atención, no puedes evitar esa recurrencia. Y no puedes porque en tu cotidianidad, el dolor habita, está en tí o en los que te rodean, crece como la mala hierba. Y en ese contexto, siempre me parece admirable que existan personas que piensen por tí, que quieran entenderte. Siento mucho este caminar en círculos que diría mi admirado Quique Gonzalez. Pero la vida, a veces, tiene etapas en las que ves caminar en círculos o en las que tú estás metido en esa noria diabólica.




EL SAXO DE EVA

No soy el tipo de las grandes ideas, ese hombre brillante que saca un conejo de su chistera, no soy siquiera un creativo, no ganaría un concurso de simpatía y no creo que sepa acompañar a nadie en ningún periplo o lapso de tiempo superior al que pudiese suponer una convivencia continuada. Por eso, por todo eso y por mucho más, estaba desesperado.

Vivo en el cuarto piso de un gran edificio, en una casita pequeña pero con ventanas grandes desde la que diviso miles de coches pasando miles de días por la misma carretera. Es grande el ruido pero me abstraigo, me abstraía más bien, hasta que Eva se quedó sola.

Eva es mi vecina de arriba, de justo encima. Vive, vivía con su pareja hasta que un día dejó de vivir con él, y simplemente vive sola. A partir de ese día, mi tranquilidad se rompió, mi capacidad para abstraerme del ruido de los coches, de los claxon, de los estertores de los camiones de la basura, no era la misma que para evadirme al escuchar un llanto humano. Porque Eva lloraba. Eva chorreaba algunas noches, nadaba en su llanto, se dejaba desbordar, maldecía su soledad, se levantaba y volvía a caer... Y debajo, justo debajo, estaba yo.

No habíamos hablado apenas en estos años de vecindad pero existía ese feeling, esa conexión sincera, franca, ese reconocer en el otro las manías de uno, el brillo inteligente, las maneras llanas, la presencia discreta. Así que la mañana de la primera noche de lagrimas la abordé en el ascensor y simplemente me puse a su disposición. Tardó dos noches en bajar, y cuando abrí y la vi en el rellano, ella sólo me dijo que la gente no sabía nada de ella, que sólo esperaba cosas de ella que ella no era, y que si podía llorar un rato en compañía.  

A partir de ahí, de cada dos noches una lloraba a mi lado, ya fuese en el cuarto o en el quinto, pero al poco lloraba algo menos, y comenzó a escuchar algo de música, y compartimos listas de canciones, y a veces las canciones nos hacían hasta reír, y otras nos ponían melancólicos, y a veces ella no lloraba sola, y yo la acompañaba por aquellos pudo ser y no fue que todos tenemos. 

Me dio la sensación de que la situación mejoraba, se espaciaron algo las visitas pero, de repente, una noche, los llantos volvieron, acompañados de canciones tristes. Subí a verla con la intención de abroncarla por estar pensando de nuevo en él, en ellos, pero me pidió silencio y comprensión, y yo lo entendí, pero desde ese momento me dispuse a imaginar cómo lograr una situación mejor para ella. Y después de varios días en casa sin encontrar soluciones, un viernes, al bajar a la calle, cometí una locura, buscando una solución. 

En la tienda de música del local de al lado vendían instrumentos musicales, y entré guiado por una especie de visión. Si a Eva le gustaba tanto la música, ¿por qué no un entretenimiento para sus noches? 

La dependienta, una mujer experimentada, me dijo tras explicarle un poco mi deseo: llévala un saxo a tu amiga, es lo más acorde a su situación. 

¿ Un saxo? ¿Por qué? ¿ No es muy triste? 

Si, y no. El saxo esconde la melancolía de un blues, pero también es indispensable para un buen jazz. No tienes nada que perder. 

Fue una conversación corta, yo estaba desesperado y no soy un tipo de grandes ideas. Compré el saxo y subí a casa de Eva, directamente.

Al abrir la puerta, Eva me sonrió extrañada. Y yo la expliqué. Le conté la verdad. Que esperaba que la música la redimiese, la retornase, la permitiese dejar de romperse cada anochecer. Tenía diez clases pagadas. Y sorprendentemente, Eva aceptó, Eva también se aferró al saxo como salida del túnel.

Cuando solo llevábamos diez días y tres clases, estuve a punto de lanzarme al vacío desde la ventana. Arriba, noche tras noche, Eva mejoraba su técnica con canciones tristes y perras que arrancaba a su instrumento, y yo me pregunté cientos de veces quién me había mandado a mí hacer de redentor.

Fueron meses de duros blues, de baladas negras y sombras y lágrimas, tantos que no pude por más que abstraerme como me abstraía del tráfico abajo, en la carretera.
Hasta que un día, como parte de un milagro, como el final de una metamorfosis, por la ventana abierta me llegó el ritmo acelerado y jubiloso de un jazz sureño, la catarsis de una Nueva Orleans negra y jubilosa cantando, tocando y bailando en la calle sin motivo aparente alguno. 


Y entonces pensé que sí. Que el saxo de Eva tenía magia. Y que las lágrimas se habían secado al fin. 

jueves, 25 de agosto de 2016

CHIN HWA Y YOUNG MI


Esta es la historia de amor más bella que nunca jamás haya escrito. Está en mi cabeza desde hace unos años, se forjó tras un zarpazo de belleza que se produjo en mi corazón una tarde de verano, así, sin comerlo ni beberlo. Desde entonces he buscado dentro de mi cómo darla forma, cómo escribirla, con qué personajes. Y el otro día escuchando las noticias la historia de repente encajó. Quedaba sólo aprestarla, juntar las letras y esperar que el resultado sea para vosotros el mismo que plo ha sido para mí. Cuando leo Chin Hwa y Young Mi, pienso que es la historia más bella que nunca jamás haya escrito.


                                 
Me llamo Chin Hwa y tengo hoy 20 de febrero de 2009 setenta y seis años de edad. Para los que no sepan coreano, Chin Hwa es un nombre precioso y puedo sentirme afortunado porque me llamaran así en su día. El deseo de mis padres era que yo creciese sano y saludable, el más sano de la camada, eso es lo que mi nombre significa y a fe de mi edad y mi estado físico y mental actual su deseo se convirtió en una realidad.

No voy a decir que soy joven, o que aparente mucha menos edad, pero confieso que he vivido, intenso y trabajado, y que pese a llevar dentro de mí un profundo dolor durante más de cincuenta años, no me he quebrado. Esa pena oscura no ha podido vencerme por un segundo. Y el motivo de esta mi victoria frente a mi tristeza puede apreciarse a simple vista si me observas por un momento, ahora o en cualquier álbum de fotos que pudieras repasar para saber más de mí. En mi mano izquierda aferro un cuaderno pequeño, de tapas verdes, gastadas. Mi bucket list.

Posiblemente algunos de ustedes tengan uno, incluso algunos lo tengan sin saberlo. Un bucket list es un pequeño cuaderno de propósitos, una lista de cosas pendientes, deseos, luchas, etc. En el fondo es un poco un resorte, algo que nos empuja, una motivación adicional. Para mí es algo más. Y además, no es sólo mío, pese a que en sus renglones apretados sólo yo haya escrito durante años. Mi bucket list es mío y es de Young Mi.

Young Mi es coreana, bueno quizá era coreana y hoy por hoy ya no exista, es algo que no puedo saber. No sé si seguirá viva, no he tenido en ningún momento oportunidad de saberlo desde que nos separamos. Young Mi es también un nombre precioso que significa eternidad y belleza. Antes les dije que creo que hice honor a mi nombre. Young Mi mucho más.

Al nacer todas las personas que asistían al parto en el modesto hospital comarcal se quedaron calladas. Era un bebé inusual, de una belleza tan pura, tan evidente, que el nombre vino solo, casi por aclamación.

Su crecer corrió paralelo al mío, y en la pequeña escuela éramos los dos alumnos más capaces, más brillantes. Ella me decía siempre que estábamos unidos desde el primer segundo, como en las historias del teatro de los domingos. Dos almas libres, vagando juntas desde inicio, convirtiendo la camaradería en un amor sincero y abochornante por lo notorio desde su comienzo.

Las clases acababan pronto por falta de recursos, el verano se alargaba, y Young Mi y yo hacíamos lo que más nos gustaba: explorar, descubrir juntos cada recodo de nuestro entorno. No había camino, arroyo, ladera o senda que no anduviésemos, y ella siempre me repetía que en el futuro iríamos más lejos, a viajar y recorrer toda Corea, y Asia, y el resto del mundo. Nos hacíamos con libros y atlas de otros países y jugábamos junto al manantial de las afueras del pueblo a ser turistas visitando remotos parajes.

Cada tarde tras el colegio pasábamos por nuestras casas y corríamos después a esas piedras, e imaginábamos cómo sería Seúl, o Shanghái, e incluso Tokio. Todo lo que podíamos lo hacíamos juntos, rara vez estábamos uno sin el otro, salvo ese momento después de clase y el de irse a dormir.

Y en una de esas tardes todo lo que no podía cambiar, todo lo que estaba hecho para perdurar, se desbarató en unos minutos. Yo había llegado a la atalaya del manantial y desde allí observaba el camino hasta el pueblo. De repente unos soldados irrumpieron entre las casas, disparando y chillando. Bajé corriendo la mitad de la cuesta pero desde ese punto vi cómo se llevaban detenidos a mis familiares, a los suyos, y a Young Mi. Uno de mis hermanos mayores subía corriendo por la cuesta, me agarró impidiéndome seguir bajando y me instó a correr sin mirar atrás. Anduvimos horas como proscritos hasta que se hizo la noche. Y al amanecer, Young Mi despertó en Corea del Norte y mi hermano y yo tras la vanguardia surcoreana. Podría disfrazarte las consecuencias de este hecho, de un momento así, pero no lo haré. En aquel amanecer mi corazón se paró, perdió su luz. Pasó de tener una función dual a tener tan solo la función de bombearme sangre a diario en cantidad suficiente como para llevar una vida así, sin Young Mi.

Durante los primeros cinco años tras ese amanecer permanecí siempre cerca de las fronteras, incluso pude regresar a la recuperada aldea, o al lugar en la que ésta se encontraba. No había nadie. Antes de replegarse los norcoreanos se llevaron prisioneros a los habitantes de las zonas conquistadas. Nadie pudo darme en esos años ni una sola pista sobre su paradero, aunque casi todos a mi alrededor me trataban con esa condescendencia de al que le saben perdido, desolado y negando una pérdida evidente para ellos.

Y yo podría haber dejado que Young Mi muriese en mí. O que quedase guardada, reservada en algún compartimento que pacientemente tallase en una oquedad de mi corazón. Debería haberlo hecho, haber levantado ese duelo y haber aprendido a vivir sin ella. Pero no lo pude hacer, no encontré la salida, el olvido. Y se quedó en mí, en forma de una absurda esperanza, aferrado a que esa frontera caería un día y yo la recuperaría. Pero esos muros siguen allí, casi sesenta años después.

Cuando entendí que no podía quedarme allí todo mi afán fue el de estudiar y trabajar, ganar una posición acomodada, siempre pensando en que un día la vida me las devolviese, siempre esperando que todo lo que ella encontrase fuera de su agrado. Escuchaba canciones que hablaban de amores desgarrados, y podía sentir la mano fría que con sus uñas arañaba mi corazón cada día. Y el peso de todo eso, poco a poco me hizo tocar fondo, hundirme.

En mitad de esa tormenta, entregado como estaba ya, perdido, desorientado y desalentado, alguien cercano me invitó a viajar por Europa, prácticamente me obligó pagándome el pasaje, y no tuve por menos que aceptar.

Y entonces llegó Sagres. Habíamos comenzado en el Algarve portugués tras unos días en Cádiz, y aunque seguía manteniendo un trato huraño, en aquellos pocos días estaba descubriendo una fisura en mí. Hasta me sorprendí sonriendo en algunos momentos, resucitando un buen humor que se había quedado en el pretil del manantial de la aldea.

El camino al Cabo de San Vicente no enseña nada hasta que de repente estás junto al faro. Nos habían recomendado ir en la tarde, para asistir al atardecer, y la imagen al bajar del coche fue tan...brutal, que así, de repente, el hielo añejado que me amargaba desde aquel día infausto comenzó a resquebrajarse.

El mar, tan inmenso, tan potente, tan incansable abriendo vías en los farallones de rocas, el sol cayendo arrastrando el andamio de rayos amarillos, naranjas, rosas... Las parejas de enamorados abrazados cobijados del viento perpetuo de la zona, rompieron también mi coraza, me desnudaron frente a mi sinrazón. No nos movimos de allí en una semana, y todas las tardes yo enfilaba el camino del faro para poder ver tanta belleza junta, tanta demostración de determinación, de fuerza poderosa. Y en todo eso, dulce Young Mi, te encontré a ti. Encontré la manera de comunicarme contigo allí donde estuvieras, y allí empezó mi Bucket list. Compré el cuaderno que hoy aferro y me dispuse a anotar todos los lugares bellos que después conocí, para poder recordarlos, para poder contártelos donde quiera que estuvieses, sin la necesidad de la esperanza de encontrarte de nuevo con vida, pero con la certeza de que hacerlo era al fin mi liberación, mi forma de poder estar contigo sin ti. Hacer lo que los dos queríamos hacer: explorar, viajar, admirar, respetar, amar los miles de lugares que nos esperaban, mi pequeña y dulce Young Mi.

He viajado y apuntado en mi cuaderno cientos de destinos, lugares que ya he vivido como si pudiera contártelos. Y ahora que años después me siento en paz, he regresado a nuestra Corea, al fin para poder vivir allí sin la pena del ayer. Y hoy, pequeña Young Mi, ha llegado la misiva del Ministerio de Interior: un grupo de familias de ambos lados de la frontera podrán encontrarse en la zona desmilitarizada por unas horas, y mi nombre figura como petición de alguien en el otro lado. Y sólo puedes ser tú.

Así que aferrado a mi cuaderno estoy, esperando a que nos den paso a vuestra sala, en un barracón desvencijado y sucio que a mí me parece un palacio de esos que he visto en muchos países.

Al abrirse la puerta te reconozco rápidamente, y el corazón se me encoge. Enjuta pero envarada, sin maquillaje y con la cara de niña de aquel día, pero con unas gafas oscuras y un bastón que delatan tu ceguera, me parece increíble poder tener la suerte de vivir este momento.

Me acerco hacia ti y algo mágico ocurre: no me hace falta llegar, me intuyes y das dos pasos hacia mí, y cincuenta y nueve años después nuestras manos pueden de nuevo tocarse, aferrarse.

- Ni un día en este tiempo, ni un día, dejé de dedicar un minuto a recordarte- dice- y de alguna forma lo hice porque algo me gritaba que tú hacías lo mismo.

- No te quepa duda amor. Ni un solo día.

El encuentro es rápido, tan solo una hora y media de conversación en las que mi cabeza está en otra cosa. Una suma considerable de dinero norcoreano adquirido en el mercado negro descansa en mi bolsillo, y me dirijo al oficial encargado del encuentro.

- Señor, con todos mis respetos, mi hermana está ciega, ambos somos muy mayores y no tengo más familia que ella. Por favor- suplico, mientras le enseño el dinero abriendo un poco la chaqueta- dígame que podremos seguir juntos, que podré llevármela aduciendo motivos humanitarios.

El soldado duda unos segundos, pero rápidamente niega con la cabeza.

- Si lo hago, no pasaré esta noche con vida. No existe esa posibilidad. A menos que...

La luz que se abre, la rendija por la que nos robaron tantos años.

- A menos que usted renuncie a la nacionalidad surcoreana en este mismo instante y vuelva con nosotros a territorio norcoreano.

Conozco un millón de historias desoladoras de la otra Corea. La hambruna, el frío, la reeducación... Siento un escalofrío.

- Iré con ustedes. Firmaré ahora mismo.

Y a punto de cerrarse la puerta, con una mano aferrada a la tuya y la otra a mi raído cuaderno, sé que al menos tendré todo el tiempo del mundo para contártelo todo, para que viajes conmigo con tus ojos vacíos. Podré contarte, querida Young Mi, que todo eso que vi, lo vi para poder contártelo un día. Todo eso, y que Te quiero, Young Mi.