lunes, 23 de febrero de 2015

CARTA DE AMOR DE ROMPETECHOS


Creo que todos tuvimos ese amor que revolucionó nuestras vidas, ese que se vive intensamente, el que parece dispuesto a no morir nunca y que al final a veces de forma inexplicable se volatiliza de forma abrupta, dejando en uno o en ambos un sufrimiento inconmensurable, una incomprensión extrema y duradera. En esa disyuntiva angustiosa sueles tener, como casi siempre, dos opciones en la vida. Una es olvidar. Todo. Entero. Tragarlo. La otra es negarse a hacerlo. Y aprender a vivir con ello. Todos tenemos a alguien que pudo haber sido y no fue. Aunque te parezcas a Rompetechos.

 
CARTA DE AMOR DE ROMPETECHOS


Quizá sufras amnesia, uno de esos episodios que se producen tras un trauma importante, y que son más propios de las películas malas de mediodía, esas que sólo aportan angustia.

Bueno, mejor aún, quizás...quizás has ido a una sesión de hipnosis, una de esas de las que ofrecen dejar de fumar en una sesión, o que van a descubrir lo mejor y lo peor de ti para que te quieras mucho más y eso te haga más fuerte.

Espera, espera... A lo mejor, puestos a elucubrar, a lo mejor el problema está en mí. Quizá todo lo que pasó no pasó. Quizá me he tirado años soñando esta historia, una noche
y otra también el mismo sueño, las mismas vivencias, y las he hecho mías, las he interiorizado. Quizás es eso, quizá he somatizado mi deseo de tenerte, mi anhelo de tenerte.

Pues no. No te digo yo que no se olviden cosas, no te digo que siendo como soy no haya olvidado algún nombre, alguna calle, o cuándo ganó el Madrid la última Liga... No te digo yo que si no me hago una lista de las cosas que hay que comprar en el híper no se me vayan a olvidar la mitad, o al menos la más necesaria. A veces he ido a por algo en concreto y he comprado de todo menos eso. Me he dejado mis gafas de culo de vaso en probadores de tiendas, en cines y por encima de las mesas de muchos bares mientras tomaba el aperitivo, he llamado cien veces Carlos a un tipo
supereducado de la oficina que se llama, ya confirmado, Juan. He prometido asistir mañana a la firma de libros de una amiga escritora y me he presentado pasado mañana en una librería casi vacía...

Soy un charlatán, un contador de cuentos y de estrellas, un mindundi, un tipo de corazón caliente y mente dispersa. Ya te he dicho que soy miope y las canas que me invadieron hace dos años se están retirando para no dejar nada en mi absurda cabeza de chorlito.

Soy un papanatas y un
soplagaitas, un místico trasnochado, un pedazo de friki que se disfrazaba en la movida madrileña, y posiblemente me he pasado de todo, y por eso ahora en esta bola de billar que tengo por cabeza apenas queda esperanza para albergar grandes ideas, apenas conservo ya esa chispa juvenil, y he pasado por ese camino que otros pasan, y en el que comienzas siendo el rey, o al menos, el príncipe de tu micromundo, para convertirte en un lacayo del mundo de verdad, con sus corsés y sus clichés.

He pasado por todo eso. Soy hoy lo que soy. Y me ha tocado aceptarme como soy. Aceptar que no se puede ganar siempre. Aceptar que en la vida siempre tendrás al menos un enemigo que quiere morderte. Comprender que la edad es inexorable y que deteriora tu condición....

Soy el tipo de las gafas de culo de vaso, tengo mil defectos y pequeñas virtudes sin importancia, y además ya me he rendido y apenas tengo fuerzas para cambiar mi destino, para influir en el mismo.

Si, soy todo eso pero...¿sabes? Yo no he sufrido amnesia. Y sí que he ido al terapeuta, bueno, en realidad no he dejado nunca de ir desde que en el colegio me pusieron Rompetechos y me jorobaron la existencia, pero mi terapeuta nunca me ha pedido que olvide, que pase página. Me ha pedido otras cosas. Pero nunca me ha pedido que te olvide, ni que olvide lo que pasó. Y si lo hubiese hecho, si me lo hubiese pedido, aún con la excusa de que eso mejoraría mi salud mental, me habría negado en rotundo a hacerlo. Puedo haber aprendido a no ganar siempre. Puedo haber aprendido algo sobre cómo querer a ese tío feo que veo cuando me enfrento al espejo. Lo mismo hasta he aprendido a ser otro en mí. Pero reitero, no he aprendido a olvidarte, ni a olvidar lo que pasó. Y por eso hoy te escribo esta carta. Te escribo para decirte que lo que se vive con intensidad, con arrobo, sin respiración, eso no se olvida. Te escribo para decirte que puedes refugiarte en tu amnesia o en los resortes que hayas aprendido, que puede que eso sea hoy para ti lo mejor. Es posible que hasta los fuegos eternos sean un día ceniza. Es posible que hayas sido capaz de minimizar una realidad, o incluso es posible que el tiempo haya deformado algunas partes como las películas antiguas que se guardaban en latas.

Me da igual. Es más, debería permanecer callado. Debería observar impertérrito cómo parece que no viviste ese momento.

Puedes, pues,
continuar negándonos. Yo no lo haré. No haré eso con mis recuerdos. No viviré en ellos, pero no los negaré.

Soy miope, torpe, charlatán y ahora también soy un calvito nostálgico. Pero no niego que
nos amamos. Como si no existiese un mañana. Y no. No lo olvidaré.

 

 

jueves, 5 de febrero de 2015

EL CAMINO DE LOS INGLESES


El más moreno parece el más perjudicado, el menos sano. La piel está curtida por el sol y el viento, por las inclemencias, por los excesos. Es cobriza, parece quebradiza como el hojaldre, como si pudieras apretarla y fuera a romperse, dejando el camino libre hacia sus vísceras.

El otro es pálido, no es blanco, es ceniza, es del color que queda en la chimenea que se ha consumido durante la noche. Los ojos son dos cavernas con dos puntitos brillantes, vivos. Lo único que realmente parece vivo.

Los dos están sentados en sendas sillas de ruedas, y se apoyan en el plástico desvencijado que conforman sus reposabrazos. En ambos casos, junto a las ruedas, hoy, y todos los días cuando los observo, descansan sendos cartones de vino barato.

Hoy hablan, gesticulan animadamente, incluso se ríen. Y yo siento una curiosidad insana. Y es que desde mi coche, tras dejar a mis niñas en el cole, quiero todos los días comprender cómo alguien llega a esos extremos, hasta qué punto puede descarrilarse una vida. Desde mi aparente bienestar, trato de imaginar las vidas de los que todos los días surcan esa suerte de camino de los ingleses que duermen y malviven en el albergue del ayuntamiento.

Todos los días, al observarlos, un escalofrío me recorre. Y pienso que me gustaría saber qué los llevó hasta allí. Para asegurarme de no hacerlo

EL CAMINO DE LOS INGLESES

He vuelto a despertarme con la cama mojada de mi propio orín, pero el caso es que ya ni siquiera me importa eso. He aprendido a no preguntarme, a no justificarme. He aprendido a rendirme, sin más. Por eso me da igual estar meado que no, me da igual.

La asistente social que ayuda a los más inválidos se acerca a mi cama, y me riñe. Ella interpreta que esto tendrá algún efecto sobre mí, piensa que si me riñe no me acostaré cada noche sin conocerme, sin ser yo en mí. Ella no sabe que ya no soy, que ya no cambiaré, y que prefiero no saber ni cómo consigo tumbarme en esa cama al terminar el día.

Sólo quiero tener algo de dinero a diario para poder beber, para poder comprar mi vino y mis latas de cerveza en la bodega más próxima al albergue. Quiero salir, ir con Paco hasta allí, comprar y volver a la puerta, a esperar que de nuevo pase el día y abran y duerma y mañana vuelva a hacer el camino. Lo demás no importa, ya no está, ya no duele. He traspasado la barrera, no hay ni retorno ni remordimiento, sólo esta rutina que no duele porque es insípida, que no es sufrida porque no tiene otras vicisitudes adversas que las de los dos días a final de mes que no tengo para ir a comprar.

Paco está igual, por eso nos llevamos bien. No hace preguntas incómodas, está poco rato callado y siempre tiene chistes nuevos que me cuenta hasta que se hacen viejos. Hasta ese momento, cada vez que los cuenta nos descojonamos, lloramos de risa.

Tampoco él quiere hablar de su historia, de su vida. Si algún día lo hace es para contarme algún recuerdo bonito, algo referido como esporádico, destellos de otra vida que algún día se malogró. En algunas mañanas frías a veces nos miramos y los ojos se cuentan casi todo: somos indigencia, el final de una cadena. Dos tipos en silla de ruedas, dos minusválidos de la vida, dos mierdas. Pero en ese momento, tras esa mirada, Paco se marca su último chiste, y volvemos a partirnos de risa.

Nunca hay silencios largos, ambos los rehuimos. El silencio acerca hasta nuestras sillas el pasado que olvidamos, los recuerdos de seres queridos que queremos obviar. El silencio es a veces pasado y otras es una parada que te obliga a pensar en un futuro que no queremos conocer, o que ya conocemos.

El autobús que nos lleva todas las mañanas a ninguna parte aparca como siempre a las puertas del centro, con su cartel de transporte gratuito. Lo pusieron hace unos meses, y aunque no lo reconocen, lo pusieron para obligarnos a no estar en la puerta todo el día, pegados a la puerta del centro, con todos los conductores que nos observan curiosos cuando les coge el disco rojo del semáforo. Hasta modificaron la acera para que cupiese, y de paso nos quitaron nuestro solárium, como lo llamaba de coña Paco. Así que todos los días llega, y se lleva a todos los indigentes menos a estos dos tullidos a los que han permitido que opten por quedarse en la puerta a ver la vida pasar.

Y allí estamos, como cada mañana, esperando a que el autobús eche un poco marcha atrás para salir de su plaza de aparcamiento para nosotros bajar a la carretera para ir a la bodega a por unos brik de vino.

La ducha de agua caliente de la asistente social me ha terminado por adormilar, y cierro los ojos unos segundos mientras los compañeros terminan de subir al bus. No escucho el ruido de la silla de Paco, no lo veo acercarse a la trasera del autobús, no sé si su gesto ha sido intencionado. Sólo alzo la mirada cuando escucho gritos y golpes desde dentro del autobús, que ya había dado marcha atrás para salir.

La silla está tirada en el suelo, y Paco yace bajo las ruedas. Las puertas del autobús se están abriendo, el conductor ha sentido que algo golpeaba en la maniobra. Antes de que ellos lleguen yo ya sé que Paco ha muerto, aún sin acercarme, aún sin poder hacerlo.

Lentamente levanto los seguros y desactivo los frenos de la silla y, dándole la espalda al autobús y al suceso, comienzo a subir la cuesta hacia la bodega. Y no me cae ni una lágrima. Porque hace mucho que no me quedan.