domingo, 24 de abril de 2016

LA PUTA EMPATIA


¿No os pasa a veces que os gustaría no poseer una virtud? ¿No os sentís en algunas ocasiones como obligados por vuestra condición?

Quizá os pase, casi seguro que os pasa porque todos los que me leéis sois buena gente seguro. Hasta los que no conozco.

Y tenéis empatía. Aunque a veces quisierais no tenerla.




LA PUTA EMPATÍA
 
Quizá debe ir por delante que no soy un ladrón vocacional. A ver, tampoco soy Robin Hood, pero la verdad es que prefiero no saber a quién robo, no conocer al otro, no ver su cara.
 
Por eso desde las medidas especiales, lo paso realmente mal. Los robos en domicilios y empresas eran tan frecuentes que el gobierno tomó las riendas del tema, aumentando presencia policial y penas largas de prisión por allanamiento, y entonces decenas de ladrones sin vocación nos lanzamos a las calles, destinados a hurtos de poca cuantía, huyendo de las duras condenas pero también de los grandes botines.
 
Ese día estaba apostado en una confluencia de calles en el distrito comercial, esperando algún descuido, avistando confiadas presas que dejan su coche abierto mientras pagan en la gasolinera, en el kiosco, o simplemente tienen la ventanilla abierta.
 
Al poco, justo enfrente, aparca en doble fila un tipo. Por sus gestos se ve que está hablando a través del manos libres. Al principio sonríe, pero luego comienza a hacer grandes aspavientos. Discute.
 
En la otra esquina un camión poco vigilado descarga unas cajas de verdura, nada interesante, nada que pueda transformar en dinero rápido: lo fácil es la tecnología, y el pavo de la llamada sigue hablando, pero ahora mueve los brazos con furia, y de repente, bruscamente, corta la comunicación y apoya su cabeza en el volante.
 
Seguramente, pienso, ha discutido, y ha llevado las de perder. Me recuerda mucho a esas conversaciones que terminaban mal con Candela, aquellas discusiones que terminaron con nuestro matrimonio, que destrozaron nuestra historia y marcaron el inicio de mi descenso a los infiernos, hasta el punto de estar, como hoy, esperando que alguien se descuide para poder mangar algo que pueda transformar en unos días más de alquiler y comida.
 
El pavo levanta la cabeza del volante, mira algo en una tablet y la esconde bajo el asiento, preparándose para salir del coche. Antes de agarrar su americana, yo ya estoy dispuesto, ganzúa electrónica en mano, para abrir su coche cuando se marche.
 
Actúo rápido y confiado, porque ésa es la forma más sencilla de no despertar sospechas: me dirijo hacia el coche con la ganzúa en mano, como si fuera un mando a distancia, y en pocos segundos la tecnología, tan claramente puesta al servicio del lado oscuro, hace su trabajo y consigo abrir la puerta. Rápidamente saco de la guantera el IPad, y antes de marcharme escucho el avisador de un mensaje de whattsapp y descubro un teléfono en el bolsillo de la puerta del piloto. Lo agarro, salgo y me dirijo sin mirar atrás a mi coche.
 
Giro la calle para salir del ángulo cercano de visión, pero en la siguiente calle un camión tapona la circulación, con lo que desde el retrovisor puedo ver el coche que he saqueado. Hago sonar el claxon para presionar al transportista, que ni se inmuta, y me resigno a esperar, vigilando a mi espalda.
 
Su cara delata que rápidamente es consciente de la situación, y además se lleva las manos a la cabeza, y golpea el volante con violencia. Sale del coche y se recuesta sobre al capó, abatido, hasta que algo se activa en él, va hasta la acera y marca un numero desde una cabina, quizá el de la policía o el de alguien familiar. Finalmente el camión de delante está averiado, y es tan grande el acumulo que se ha ido haciendo tras de mí, que no puedo ir ni atrás ni adelante, así que sigo viendo todo lo que está ocurriendo cual inesperado espectador de un autocine.
 
El chico se sienta en un bordillo, y para mi malestar, tras un rato cabizbajo, levanta la cara: llora, aprieta los puños. Se desespera.
 
Dentro de mi coche me siento incómodo, maldigo el tráfico de la ciudad que ha posibilitado esto. El teléfono robado vibra de repente, varias veces, voy a cogerlo para apagarlo porque imagino que es alguien a quien él ha pedido que llame, pero no es una llamada, son mensajes de Whatsapp. Es una conversación con alguien que él nombra como La chica de mi vida. No quiero leer pero los mensajes van entrando, y al ver los últimos retrotraigo la historia con mi dedo. Mierda. He pillado una trascendental discusión. Parecen, son dos recién enamorados en su primera crisis, él la pide que la perdone por su torpeza, por sus errores. Ella resiste, parece resistir, pero al final, en los mensajes que él no ha leído, ella cede.
 
- Ven pronto a verme al teatro, espérame en el camerino. Me dueles pero...te adoro a partes casi iguales. Vuelve esta noche, por favor- escribe ella.
 
Miro hacia atrás, el tipo sigue sentado allí, el camión sigue delante, de pronto se pone a llover y suenan canciones llenas de melancolía en mi spotify.
 
- Chica de su vida, he robado el móvil de su príncipe, pero lo dejo bajo el banco en la parada del 39, justo al lado de donde han ocurrido los hechos. Ah. Y suerte. Espero que se arreglen, que de verdad sea su príncipe.
 
Salgo del coche, me siento en la parada, introduzco el móvil en un hueco tras el asiento y vuelvo al coche. El puto camión, la puta crisis, las putas películas con final feliz y, sobre todo, la puta empatía.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

lunes, 4 de abril de 2016

WHEN THE NIGHT COMES


¿A cuántas personas que han rozado nuestras vidas nunca llegamos a comprender? ¿Cuánto queremos saber de los demás? 

Muchas veces, las más de las veces, creo que no entendemos porque no nos esforzamos por entender, o porque no le dedicamos el tiempo necesario a hacerlo.

A ella parecía no importarla que no la entendieran. Pero si la observabas, si estabas ahí cuando la noche llegaba, no podías por menos que preguntarte sus porqués. Lo que no se ve de la chica de When the night comes.



WHEN THE NIGHT COMES

Ella era bajita, menuda, liviana. Pero no te confundas al leerme: ésa era sólo la apariencia. Tenía otra hermana, dos años mayor, que la llevaba a todas partes, y así la conocí. La hermana bailaba todo lo que ponían en la discoteca, sonreía a todo el mundo, era muy conocida allá donde fuésemos, y fuimos mucho, y a todas partes. Ella, como os decía, era el paquete, la hermana pequeña que tienes que atender, de no ser porque, al poco de llegar, ya llamaba la atención. Era altiva pese a su juventud, era desafiante y rápida en sus pensamientos, jugaba al billar subiéndose por el filo, apretaba fuerte el palo y le pegaba duro y colocado. Ahora al intentar evocarla para esta historia imagino música de Quique González o Coque Malla, música canalla, acordes de madrugada bien cargados de humo y cerveza en tercio.

No recuerdo la primera vez de nada a su lado, aunque imagino que fue todo en uno, y lo que sí recuerdo es que desde ese momento fuera el que fuese y como quiera que ocurriese, algo de ella, algo de lo que consumí de esa vampiresa me subyugó. Cuando nos encontrábamos hacia caso omiso, no parecía haber anidado en su corazón el mismo fuego que había colapsado mi armazón. Así que dejé pasar el tiempo, me protegí obviándola, y volví a encajar en la vía el tren descarrilado que su contacto había hecho de mi existencia.

Ahora que lo pienso, seguramente por eso no recuerdo esa primera vez. La borré y cuando estaba todo en el saco de lo indefenso, volvió a la carga.

Tenía novio. Recuerdo que lo dijo. Una sola vez, pero lo dijo. Apareció por el tugurio del billar donde nos escondíamos de los veranos, sin la hermana. Puso sus monedas para acceder al tapete y dos horas después nadie la ganaba. Seguía bajita, menuda, liviana. El cuerpo de un grumete y los ojos y el tono de un capitán, de un líder. El pecho pequeño, duro, marcado en una camiseta de tirantes de color caqui. Una exploradora, una francotiradora.

No pude ganarla una sola partida, pero me concedió bola extra. Esperó que el resto marchase, pagó dos cervezas y me citó en el baño. Fui tras ella y gané recuerdos que después volvieron a perseguirme y que ya nunca se fueron. Un sexo voraz, autoritario, de alto voltaje. Una mirada acerada, con un fondo indescifrable, mezcla de deseo y desencuentros. Mientras aferrada a mí crecía rítmicamente, en algún momento sentí su necesidad, su imperioso deseo de ser reconocida, de ser querida. Fueron  unos segundos. Apenas habíamos llegado y ella ya estaba fuera, recompuesta y apurando su cerveza.

Esta vez no se marchó. Pero tampoco se quedó. Me aferró a una rutina que no pude romper. Aparecía, sola siempre, con su camiseta de tirantes, tiraba de mí hasta su coche y allí ponía a Gary Moore. Conducía hasta el descampado y entonces y sólo entonces hablaba.

Me contaba retazos de una vida hecha jirones. Me hacía ponerme en su piel, me erizaba con su historia de soledad e incomprensión.

Un tiempo después, comprendí que yo era su cuarto oscuro, el lugar donde revelar sus fotos. Yo era su oportunidad de ordenar su distorsión por unas horas. Y yo me acostumbré a eso. Y a esperarla. A ella, y a sus noches.

Venia cada dos meses, aparecía, de repente, siempre a media tarde. Yo montaba en su coche, y ella conducía hasta el bar de un amigo. Salía de allí con seis cervezas frías y me llevaba hasta un descampado cercano. Te diría que hablaba, pero más bien mascullaba su historia, quería contármela y no. Quería que yo estuviese allí, atendiendo, pero realmente nunca me contaba exactamente qué la pasaba, menos aún si yo indagaba. Entonces zanjaba la conversación y dejábamos que la música llenase la atmósfera dentro del coche.

Y entonces, al principio lento pero luego acelerando inexorable, llegaba la noche. Ella cambiaba la cinta de la radio del coche, y sonaba Joe Cocker. Todas las tardes a su lado, como un ritual preconcebido, como una necesidad que sólo puede alimentarse así, llegaba la noche y ella ponía esa cinta. Y todas las noches, sin excepción hasta que dejó de venir a buscarme, ella me hacía el amor bajo los acordes de When the night comes.

No me quedó ni un segundo de tristeza, ni una lágrima que derramar cuando llegó una ausencia que yo ya sabía que llegaría. Se marchó y de vez en cuando enfilo el camino del descampado, paro el coche, abro el portón trastero y me siento a escuchar la música que ella me regaló. Todas las canciones. Menos When the night comes