jueves, 11 de agosto de 2016

VOLVER


Siempre hay etapas. Y errores. Y largas penitencias y miedos. Dolor y soledad. Y miserias. Muchas, individuales, comunes o de otros. Hay caminos despejados que de repente se intrincan, se hacen tortuosos, se pegan a uno y lo ahogan, lo agobian.

En esa complejidad apenas disciernes, dejas de creer, lentamente te abandonas, te niegas. Y de repente, como el náufrago que recogen en el último momento, surgen manos, aire, lugares que confortan, refugios del pasado, personas abnegadas. Y la vida, que como otras veces he escrito es muy puta, te ofrece lo que posiblemente mereces: una oportunidad para volver. Para ser mejor. O al menos para intentarlo.

Lo que eres es un poco por lo que fuiste. Por eso son tan importantes los refugios. Sentirlos.

VOLVER

He comprado una bolsa de pipas, de esas bolsas amarillas con letras rojas de los tostaderos de antes. Y a los cinco minutos ya tengo esa sensación de que mis labios van a estallar de tanto chupar la sal de fuera antes de partirlas con los dientes y escupir la cáscara a la arena, tras la barandilla. Hace un frío de mil demonios, sopla el aire y el campo, de tierra, está duro, como helado, y en un par de sitios hay charcos que desnivelan el terreno. El fútbol de barrio es así. En estos campos no hay espacios, ni lugar para las florituras. Sólo arena y yeso, y poco público.

Podría echar mil horas aquí, comiendo mis pipas, viendo jugar. Los malos jugadores siempre admiramos el juego de los demás, y a mí además me encantan los detalles de equipo, el consuelo cuando los otros marcan, los abrazos de los ganadores, la lluvia empapando campo, jugadores y espectadores, el olor de la panceta del bar social… Hay en esto algo de inmutabilidad. De estos campos hay cientos de miles, y en todos se está jugando a lo mismo desde hace más de cien años. Es primitivo, algo irracional, incluso tonto. Pero estar allí, sentado, con mis pipas, me relaja, me aquieta, me consuela. Me permite no pensar.

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El siempre viene. Como otros protagonistas de otros relatos. Viene. Se sienta. Me escucha. Me indica que andemos, que demos un paseo. Y me cambia los colores. Me borra el negro y abre otras escalas. Y es casi realista, porque no me dice blanco cuando yo veo negro. Me dice gris. Me dice marengo o perla, camina a mi lado y gesticula, me aprieta la mano, y no deja que me caiga si me mareo, si me agoto, si me consumo.

Le dan igual los horarios, las cortapisas, los convencionalismos, sus limitaciones de tiempo. El siempre viene. Y no me suelta. Y entonces la marea, que estaba azotándome de lo lindo, se hace bajamar y me concede unas horas para descansar.

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Hay algo mágico en la lluvia, en el agua corriendo por los canalones, o azotando ventanas o mojando mi cara. Y también hay algo mágico en las calles vacías cuando esto ocurre. No eres nadie. Eres sólo espectador. Hueles la tierra mojada, pisas charcos, dejas que el agua cale, escuchas sólo su golpeo, incesante, demoledor. Me repara. Me nutre. Quizás es ese setenta por ciento de agua que somos. Quizá.

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La cama es a la vez mi castigo y mi nido, mi consuelo y mi potro de tortura. Durante muchas noches, el patrón es que me duermo y al poco despierto. Y veo pasar las horas y mi vida, y vuelvo a los siete picos, y subo y bajo de mi montaña rusa, y esa batalla me desgasta y me bloquea, me calcina.

Sin tu mano, sin esa mano que vuelve y se posa y me habla al oído, no podría retornar nunca al sueño de soñar.

Y como las pipas, la sal, la arena, el equipo, el hermano, la madre, la lluvia, las princesas y el mentor, cuando tu mano me ase siento refugio, siento que cedo, que bajo del caballo y descanso. Y sueño con volver, siendo mejor. Porque todos necesitamos volver para tener una nueva oportunidad.

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