jueves, 25 de agosto de 2016

CHIN HWA Y YOUNG MI


Esta es la historia de amor más bella que nunca jamás haya escrito. Está en mi cabeza desde hace unos años, se forjó tras un zarpazo de belleza que se produjo en mi corazón una tarde de verano, así, sin comerlo ni beberlo. Desde entonces he buscado dentro de mi cómo darla forma, cómo escribirla, con qué personajes. Y el otro día escuchando las noticias la historia de repente encajó. Quedaba sólo aprestarla, juntar las letras y esperar que el resultado sea para vosotros el mismo que plo ha sido para mí. Cuando leo Chin Hwa y Young Mi, pienso que es la historia más bella que nunca jamás haya escrito.


                                 
Me llamo Chin Hwa y tengo hoy 20 de febrero de 2009 setenta y seis años de edad. Para los que no sepan coreano, Chin Hwa es un nombre precioso y puedo sentirme afortunado porque me llamaran así en su día. El deseo de mis padres era que yo creciese sano y saludable, el más sano de la camada, eso es lo que mi nombre significa y a fe de mi edad y mi estado físico y mental actual su deseo se convirtió en una realidad.

No voy a decir que soy joven, o que aparente mucha menos edad, pero confieso que he vivido, intenso y trabajado, y que pese a llevar dentro de mí un profundo dolor durante más de cincuenta años, no me he quebrado. Esa pena oscura no ha podido vencerme por un segundo. Y el motivo de esta mi victoria frente a mi tristeza puede apreciarse a simple vista si me observas por un momento, ahora o en cualquier álbum de fotos que pudieras repasar para saber más de mí. En mi mano izquierda aferro un cuaderno pequeño, de tapas verdes, gastadas. Mi bucket list.

Posiblemente algunos de ustedes tengan uno, incluso algunos lo tengan sin saberlo. Un bucket list es un pequeño cuaderno de propósitos, una lista de cosas pendientes, deseos, luchas, etc. En el fondo es un poco un resorte, algo que nos empuja, una motivación adicional. Para mí es algo más. Y además, no es sólo mío, pese a que en sus renglones apretados sólo yo haya escrito durante años. Mi bucket list es mío y es de Young Mi.

Young Mi es coreana, bueno quizá era coreana y hoy por hoy ya no exista, es algo que no puedo saber. No sé si seguirá viva, no he tenido en ningún momento oportunidad de saberlo desde que nos separamos. Young Mi es también un nombre precioso que significa eternidad y belleza. Antes les dije que creo que hice honor a mi nombre. Young Mi mucho más.

Al nacer todas las personas que asistían al parto en el modesto hospital comarcal se quedaron calladas. Era un bebé inusual, de una belleza tan pura, tan evidente, que el nombre vino solo, casi por aclamación.

Su crecer corrió paralelo al mío, y en la pequeña escuela éramos los dos alumnos más capaces, más brillantes. Ella me decía siempre que estábamos unidos desde el primer segundo, como en las historias del teatro de los domingos. Dos almas libres, vagando juntas desde inicio, convirtiendo la camaradería en un amor sincero y abochornante por lo notorio desde su comienzo.

Las clases acababan pronto por falta de recursos, el verano se alargaba, y Young Mi y yo hacíamos lo que más nos gustaba: explorar, descubrir juntos cada recodo de nuestro entorno. No había camino, arroyo, ladera o senda que no anduviésemos, y ella siempre me repetía que en el futuro iríamos más lejos, a viajar y recorrer toda Corea, y Asia, y el resto del mundo. Nos hacíamos con libros y atlas de otros países y jugábamos junto al manantial de las afueras del pueblo a ser turistas visitando remotos parajes.

Cada tarde tras el colegio pasábamos por nuestras casas y corríamos después a esas piedras, e imaginábamos cómo sería Seúl, o Shanghái, e incluso Tokio. Todo lo que podíamos lo hacíamos juntos, rara vez estábamos uno sin el otro, salvo ese momento después de clase y el de irse a dormir.

Y en una de esas tardes todo lo que no podía cambiar, todo lo que estaba hecho para perdurar, se desbarató en unos minutos. Yo había llegado a la atalaya del manantial y desde allí observaba el camino hasta el pueblo. De repente unos soldados irrumpieron entre las casas, disparando y chillando. Bajé corriendo la mitad de la cuesta pero desde ese punto vi cómo se llevaban detenidos a mis familiares, a los suyos, y a Young Mi. Uno de mis hermanos mayores subía corriendo por la cuesta, me agarró impidiéndome seguir bajando y me instó a correr sin mirar atrás. Anduvimos horas como proscritos hasta que se hizo la noche. Y al amanecer, Young Mi despertó en Corea del Norte y mi hermano y yo tras la vanguardia surcoreana. Podría disfrazarte las consecuencias de este hecho, de un momento así, pero no lo haré. En aquel amanecer mi corazón se paró, perdió su luz. Pasó de tener una función dual a tener tan solo la función de bombearme sangre a diario en cantidad suficiente como para llevar una vida así, sin Young Mi.

Durante los primeros cinco años tras ese amanecer permanecí siempre cerca de las fronteras, incluso pude regresar a la recuperada aldea, o al lugar en la que ésta se encontraba. No había nadie. Antes de replegarse los norcoreanos se llevaron prisioneros a los habitantes de las zonas conquistadas. Nadie pudo darme en esos años ni una sola pista sobre su paradero, aunque casi todos a mi alrededor me trataban con esa condescendencia de al que le saben perdido, desolado y negando una pérdida evidente para ellos.

Y yo podría haber dejado que Young Mi muriese en mí. O que quedase guardada, reservada en algún compartimento que pacientemente tallase en una oquedad de mi corazón. Debería haberlo hecho, haber levantado ese duelo y haber aprendido a vivir sin ella. Pero no lo pude hacer, no encontré la salida, el olvido. Y se quedó en mí, en forma de una absurda esperanza, aferrado a que esa frontera caería un día y yo la recuperaría. Pero esos muros siguen allí, casi sesenta años después.

Cuando entendí que no podía quedarme allí todo mi afán fue el de estudiar y trabajar, ganar una posición acomodada, siempre pensando en que un día la vida me las devolviese, siempre esperando que todo lo que ella encontrase fuera de su agrado. Escuchaba canciones que hablaban de amores desgarrados, y podía sentir la mano fría que con sus uñas arañaba mi corazón cada día. Y el peso de todo eso, poco a poco me hizo tocar fondo, hundirme.

En mitad de esa tormenta, entregado como estaba ya, perdido, desorientado y desalentado, alguien cercano me invitó a viajar por Europa, prácticamente me obligó pagándome el pasaje, y no tuve por menos que aceptar.

Y entonces llegó Sagres. Habíamos comenzado en el Algarve portugués tras unos días en Cádiz, y aunque seguía manteniendo un trato huraño, en aquellos pocos días estaba descubriendo una fisura en mí. Hasta me sorprendí sonriendo en algunos momentos, resucitando un buen humor que se había quedado en el pretil del manantial de la aldea.

El camino al Cabo de San Vicente no enseña nada hasta que de repente estás junto al faro. Nos habían recomendado ir en la tarde, para asistir al atardecer, y la imagen al bajar del coche fue tan...brutal, que así, de repente, el hielo añejado que me amargaba desde aquel día infausto comenzó a resquebrajarse.

El mar, tan inmenso, tan potente, tan incansable abriendo vías en los farallones de rocas, el sol cayendo arrastrando el andamio de rayos amarillos, naranjas, rosas... Las parejas de enamorados abrazados cobijados del viento perpetuo de la zona, rompieron también mi coraza, me desnudaron frente a mi sinrazón. No nos movimos de allí en una semana, y todas las tardes yo enfilaba el camino del faro para poder ver tanta belleza junta, tanta demostración de determinación, de fuerza poderosa. Y en todo eso, dulce Young Mi, te encontré a ti. Encontré la manera de comunicarme contigo allí donde estuvieras, y allí empezó mi Bucket list. Compré el cuaderno que hoy aferro y me dispuse a anotar todos los lugares bellos que después conocí, para poder recordarlos, para poder contártelos donde quiera que estuvieses, sin la necesidad de la esperanza de encontrarte de nuevo con vida, pero con la certeza de que hacerlo era al fin mi liberación, mi forma de poder estar contigo sin ti. Hacer lo que los dos queríamos hacer: explorar, viajar, admirar, respetar, amar los miles de lugares que nos esperaban, mi pequeña y dulce Young Mi.

He viajado y apuntado en mi cuaderno cientos de destinos, lugares que ya he vivido como si pudiera contártelos. Y ahora que años después me siento en paz, he regresado a nuestra Corea, al fin para poder vivir allí sin la pena del ayer. Y hoy, pequeña Young Mi, ha llegado la misiva del Ministerio de Interior: un grupo de familias de ambos lados de la frontera podrán encontrarse en la zona desmilitarizada por unas horas, y mi nombre figura como petición de alguien en el otro lado. Y sólo puedes ser tú.

Así que aferrado a mi cuaderno estoy, esperando a que nos den paso a vuestra sala, en un barracón desvencijado y sucio que a mí me parece un palacio de esos que he visto en muchos países.

Al abrirse la puerta te reconozco rápidamente, y el corazón se me encoge. Enjuta pero envarada, sin maquillaje y con la cara de niña de aquel día, pero con unas gafas oscuras y un bastón que delatan tu ceguera, me parece increíble poder tener la suerte de vivir este momento.

Me acerco hacia ti y algo mágico ocurre: no me hace falta llegar, me intuyes y das dos pasos hacia mí, y cincuenta y nueve años después nuestras manos pueden de nuevo tocarse, aferrarse.

- Ni un día en este tiempo, ni un día, dejé de dedicar un minuto a recordarte- dice- y de alguna forma lo hice porque algo me gritaba que tú hacías lo mismo.

- No te quepa duda amor. Ni un solo día.

El encuentro es rápido, tan solo una hora y media de conversación en las que mi cabeza está en otra cosa. Una suma considerable de dinero norcoreano adquirido en el mercado negro descansa en mi bolsillo, y me dirijo al oficial encargado del encuentro.

- Señor, con todos mis respetos, mi hermana está ciega, ambos somos muy mayores y no tengo más familia que ella. Por favor- suplico, mientras le enseño el dinero abriendo un poco la chaqueta- dígame que podremos seguir juntos, que podré llevármela aduciendo motivos humanitarios.

El soldado duda unos segundos, pero rápidamente niega con la cabeza.

- Si lo hago, no pasaré esta noche con vida. No existe esa posibilidad. A menos que...

La luz que se abre, la rendija por la que nos robaron tantos años.

- A menos que usted renuncie a la nacionalidad surcoreana en este mismo instante y vuelva con nosotros a territorio norcoreano.

Conozco un millón de historias desoladoras de la otra Corea. La hambruna, el frío, la reeducación... Siento un escalofrío.

- Iré con ustedes. Firmaré ahora mismo.

Y a punto de cerrarse la puerta, con una mano aferrada a la tuya y la otra a mi raído cuaderno, sé que al menos tendré todo el tiempo del mundo para contártelo todo, para que viajes conmigo con tus ojos vacíos. Podré contarte, querida Young Mi, que todo eso que vi, lo vi para poder contártelo un día. Todo eso, y que Te quiero, Young Mi.


jueves, 11 de agosto de 2016

VOLVER


Siempre hay etapas. Y errores. Y largas penitencias y miedos. Dolor y soledad. Y miserias. Muchas, individuales, comunes o de otros. Hay caminos despejados que de repente se intrincan, se hacen tortuosos, se pegan a uno y lo ahogan, lo agobian.

En esa complejidad apenas disciernes, dejas de creer, lentamente te abandonas, te niegas. Y de repente, como el náufrago que recogen en el último momento, surgen manos, aire, lugares que confortan, refugios del pasado, personas abnegadas. Y la vida, que como otras veces he escrito es muy puta, te ofrece lo que posiblemente mereces: una oportunidad para volver. Para ser mejor. O al menos para intentarlo.

Lo que eres es un poco por lo que fuiste. Por eso son tan importantes los refugios. Sentirlos.

VOLVER

He comprado una bolsa de pipas, de esas bolsas amarillas con letras rojas de los tostaderos de antes. Y a los cinco minutos ya tengo esa sensación de que mis labios van a estallar de tanto chupar la sal de fuera antes de partirlas con los dientes y escupir la cáscara a la arena, tras la barandilla. Hace un frío de mil demonios, sopla el aire y el campo, de tierra, está duro, como helado, y en un par de sitios hay charcos que desnivelan el terreno. El fútbol de barrio es así. En estos campos no hay espacios, ni lugar para las florituras. Sólo arena y yeso, y poco público.

Podría echar mil horas aquí, comiendo mis pipas, viendo jugar. Los malos jugadores siempre admiramos el juego de los demás, y a mí además me encantan los detalles de equipo, el consuelo cuando los otros marcan, los abrazos de los ganadores, la lluvia empapando campo, jugadores y espectadores, el olor de la panceta del bar social… Hay en esto algo de inmutabilidad. De estos campos hay cientos de miles, y en todos se está jugando a lo mismo desde hace más de cien años. Es primitivo, algo irracional, incluso tonto. Pero estar allí, sentado, con mis pipas, me relaja, me aquieta, me consuela. Me permite no pensar.

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El siempre viene. Como otros protagonistas de otros relatos. Viene. Se sienta. Me escucha. Me indica que andemos, que demos un paseo. Y me cambia los colores. Me borra el negro y abre otras escalas. Y es casi realista, porque no me dice blanco cuando yo veo negro. Me dice gris. Me dice marengo o perla, camina a mi lado y gesticula, me aprieta la mano, y no deja que me caiga si me mareo, si me agoto, si me consumo.

Le dan igual los horarios, las cortapisas, los convencionalismos, sus limitaciones de tiempo. El siempre viene. Y no me suelta. Y entonces la marea, que estaba azotándome de lo lindo, se hace bajamar y me concede unas horas para descansar.

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Hay algo mágico en la lluvia, en el agua corriendo por los canalones, o azotando ventanas o mojando mi cara. Y también hay algo mágico en las calles vacías cuando esto ocurre. No eres nadie. Eres sólo espectador. Hueles la tierra mojada, pisas charcos, dejas que el agua cale, escuchas sólo su golpeo, incesante, demoledor. Me repara. Me nutre. Quizás es ese setenta por ciento de agua que somos. Quizá.

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La cama es a la vez mi castigo y mi nido, mi consuelo y mi potro de tortura. Durante muchas noches, el patrón es que me duermo y al poco despierto. Y veo pasar las horas y mi vida, y vuelvo a los siete picos, y subo y bajo de mi montaña rusa, y esa batalla me desgasta y me bloquea, me calcina.

Sin tu mano, sin esa mano que vuelve y se posa y me habla al oído, no podría retornar nunca al sueño de soñar.

Y como las pipas, la sal, la arena, el equipo, el hermano, la madre, la lluvia, las princesas y el mentor, cuando tu mano me ase siento refugio, siento que cedo, que bajo del caballo y descanso. Y sueño con volver, siendo mejor. Porque todos necesitamos volver para tener una nueva oportunidad.