miércoles, 2 de agosto de 2017

LIVE

Nunca sabes dónde nace una amistad, un amor, en qué punto surge un contacto, una conexión. Seguramente podrías negarte a ello, discurrir siempre de espaldas a los demás, pero la vida sería otra cosa. Hay una preocupación genuina en las personas por el prójimo. También la hay hacia el egoísmo, hacia la avaricia. Vivimos en esa eterna ambivalencia. Y a veces gracias a ella surgen momentos. Vivimos.



LIVE

Fue al salir de la sala de fiestas. Anduve tres o cuatro pasos y en la puerta cerrada de otro local, sentada sobre una caja de cervezas y con una guitarra apoyada en el suelo y sus rodillas, estaba ella.

Estaba liando un cigarro, con manos nerviosas o frías, y aunque mal hecho terminó llevándoselo a la boca y encendiéndolo. Llevaba unos mitones negros cubriendo la mitad de los dedos, imagino que en parte para aliviar el frío nocturno, y tras dos caladas encajó el cigarro entre los anclajes superiores del mástil y comenzó a tocar. 
Me encanta la música. Y ver tocar en la calle es como si de repente esas notas diesen otro color y calor a la misma. Lo extraño era que lo que estaba sucediendo acabase de empezar, y que fuesen las dos de la mañana.

Tengo un defecto innato, un desgraciado gusto por saber de los otros, no cotillear, no. Lo que me llama realmente la atención son los porqués de determinadas cosas. Y busco respuestas. Así que esperé a que terminase la primera canción, mientras algunas personas pasaban pero nadie paraba más que unos segundos. Ella levantó la vista un par de veces, y la segunda vez me pareció que ponía cara de pocos amigos, pero no me arredré. Y nada más terminar la canción, la pregunté sobre el primer porqué.
  • Hola, ¿empiezas ahora, a estas horas? 

Ella volvió a mirarme de reojo mientras chupaba el cigarro. Fue un encuentro visual muy fugaz, pero me dio tiempo a observar una cicatriz en su cara, en un lado de la frente.

  • ¿ A ti qué te importa? 

La miré de hito en hito, un segundo, dos, mientras ella, ahora sí, aguantaba mi mirada y me amilanaba. No esperaba esa respuesta, así que me quedé callado, de pie justo frente a ella. Terminó su cigarro y comenzó otra canción, y no lo he dicho antes, pero tanto la primera como esta segunda eran en inglés. No tenía una gran voz pero rompía en los graves, como esos cantantes que se han pasado de alcohol y noches.

Al terminar la canción, volví a la carga.

  • ¿Tocas alguna en español? 

  • NO. Y vete ya tío, que me asustas a la gente.

Fue un golpe bajo, pero seguramente merecido. La estaba importunando, y de repente me di claramente cuenta de ello. Ajusté la cremallera de mi abrigo y anduve unos pasos para marcharme a casa.

  • Mi padre es músico, -exclamé- era por eso.

Y continúe andando hasta el hotel cercano, sin mirar atrás. 

Un rato más tarde, ya tumbado en la cama persiguiendo sueños, imaginé algunos de los porqués de aquella música, obviamente elucubraciones sinsentido, y volví a recordarme que ese defecto, ese querer saber,normalmente me traía problemas.

Dos días más tarde, el último en el hotel, salimos a dar un paseo por el centro, y al volver, en otra calle, ella estaba tocando, mitones a media mano, melodías del underground inglés y el sempiterno cigarrillo. 

Juro que no me acerqué, tan solo caminaba por la calle y la música me atrajo como al ratón le atrajo Hamelin. Ya me había prometido no volver a preguntarla cuando ella, al terminar la canción, me miró interpelándome,

  • Oye, que siento lo del otro día.

La pedí finalmente una canción. Luego otra y luego ella cantó una canción en español. 

Antes de marcharme, la pregunté si estaba bien, si se encontraba bien. 

  • No, estoy muy mal

  • Lo siento. Mucho ánimo entonces, ¿vale? 

Y tal y como me había prometido, tal y como había trabajado los días anteriores, la di la espalda y comencé a andar hacia el hotel. Sin hacer ni una pregunta más.

Tres pasos antes de llegar a la entrada, una mano con mitones me agarra del hombro, me doy la vuelta, ella lleva la guitarra enfundada colgada a la espalda, tiene esa mirada que tiene la gente que ha sufrido en su vida.

  • ¿ Te importa quedarte hasta que termine de tocar? 

Y no me importó. Y así, hasta hoy. 



miércoles, 5 de julio de 2017

New Life

Hace mil años un garito en Madrid se apropió de un nombre de leyenda: New Life. Era la época de los after, de la ruptura definitiva con lo anterior. Era transgredir en superlativo. Seguramente la protagonista de esta historia no aspira a tanto, casi seguro que espera pasar desapercibida. Pero al escribirla, sentimos que ella entra en su propia New Life. Y creo que la gusta.


A NewLife

Algunas personas se adueñan de sus vidas desde el minuto uno. Son decididas, no necesitan de otros para funcionar, eligen su camino.

Otros no lo hacen nunca, van a remolque con la esperanza vana de que algo golpeé fuerte la estructura y un giro los favorezca, los haga coger la ola, estar a favor de viento.

Y hay otros que fueron en busca de un sueño, que estuvieron dispuestos a sublimarse con tal de lograrlo o mantenerlo sin pensar que en el momento justo de hacerlo lo están perdiendo.

Fíjate, yo creo que para todos hay un momento en el que es posible que sean felices. Como ella. Que está, años después, de Estreno.

NEW LIFE.

En las bodas buenas no sirven sangria. Ni limonada. Son bodas de cocktail premium con fruta, hierbas y hielos de colorindangos. No hay vasos normales, de chato de vino, de tasca de licores potentes. Ni siquiera ponen gaseosa para hacer un tinto de verano, algo refrescante para apagar la sed que tengo tras, eso sí, un exquisito jamón y foie que han puesto en el ágape de entrada, mientras esperamos a los novios.

Es la primera vez que asistimos todos a una boda, todos menos tú. Y esto es tan solo reflexión, no es melancolía. No me quedó nada, no me dejaste nada cuando hace dos meses te encontré, frío en la cama por la mañana, víctima según dijo el médico de un infarto repentino. Repentino sí, pero no por ello no esperado, tras una vida de coñacs rancios y de Farias perpetuándose en tu boca. Repentino, sí, pero esperable tras las noches de farra y excesos, tras las mil y una comilonas y el poco dormir. Te fuiste y no me quedó nada, no me dejaste nada, salvo una íntima sensación de alivio que no puedo compartir con el resto, pero que está dentro de mí como lo está la vida dentro de una semilla que no sabes cuándo germinará, pero que terminará haciéndolo.

En el pueblo he tenido que mantener un decoro, un disimulo por el qué dirán, ya ves tú, los cuatro como tú que quedan allí, jugando desde siempre a joderse la vida los unos a los otros desde tiempo inmemorial. Les importó un bledo tu pérdida, después de tanto abrazo y tanta juerga. Pero en casa en Madrid no. Aquí al día siguiente abrí todas las ventanas y por ellas se marchó también la rabia contenida, el trabajo sordo de sacar adelante una casa, una familia sin una figura paterna, siempre borrosa entre el trabajo como guardia urbano y las noches de amigos y fulanas.

No voy a dejar que estas letras, las primeras que escribo desde que dejé de escribir al casarme, se empañen o se llenen de reproches. Supe casi desde el principio que la vida a tu lado sería un sinsentido, así que soy tan culpable como lo fuiste tú. No cogí  un día la puerta, no me impuse en ninguna de nuestras discusiones, dejé que todo lo que asomaba se hiciese cruel certeza, así que no, no pienso decir nada más de mi pasado brumoso.

Sentada tras los postres, observo a la juventud bailar y cantar, a los novios saludar a unos y a otros, respiro esa vitalidad, esa alegría de los enlaces en los que los que se unen lo hacen por amor. Y creo que ha llegado el momento de pedir una copa en la barra, ahora que además mis hijos han desaparecido, convencidos de que estaré aburrida sentada hasta que ellos decidan que nos marchamos.

Camino hacia mi copa contenta de no haber abandonado en estos años la natación y el jogging, feliz por conservar unas torneadas piernas que soportan sin problemas mis relucientes zapatos de taconazo negros.

El camarero, joven, con el mismo corte de pelo que mi hijo pequeño, me sonríe al solicitar un Dry Martini y a mí me encanta su sonrisa, y la libertad alada que los primeros sorbos proporcionan a mi recién estrenada viudedad.

Al entregármela, con socarronería, me ha dicho que un cocktail de ese tipo bien merece un brindis, y ahora que se aleja a atender a otros invitados, levanto mi copa, y brindo.

Por mi. Por estar de estreno- me digo, con convencimiento.

Y no hay más. No hay un apuesto y bronceado señor que viene a cortejarme, ni me hace falta. Y no hay más piropos que los que me escucho decirme, y no me importa porque éstos que me digo son los que necesito, los justitos.

Termino mi Dry Martini y me levanto, y me sorprendo a mí misma determinando que la noche para mi ya ha terminado, siendo yo la única responsable de la decisión de marcharme, sin tener la necesidad de esperar que llegues medio borracho a pedirme que nos quedemos un rato más. Ya no. Ya no estás.

Y yo, yo estoy de estreno. Sola. Y conmigo.


miércoles, 21 de junio de 2017

FRUSTRADO

Si respondemos a todo con el ojo por ojo, posiblemente lo único que finalmente consigamos es frustrarnos. Y podías incluso haber llevado la razón, pero la has perdido. La teoría la conocemos todos, queremos respetarla todos pero luego, en la calle, un día, algo se tuerce y...vuelves a salir perdiendo.


FRUSTRADO


Todo está en calma. He esperado hasta tarde para ponerme en marcha, me he asomado de nuevo por la terraza y me he cerciorado de que no hay nadie enfrente, en el descampado.

Me he puesto ropa oscura para bajar a la calle, y en la acera observo a un lado y al otro y cruzo sigiloso la calle y me cuelo en el solar a traves de una valla agujereada. Camino con paso decidido a pesar de la oscuridad de esta asfixiante noche sin luna, rodeo una pequeña protección de madera que rodea al huerto y me agacho un poco junto al depósito de agua que provee a las hileras de plantas. Después de tantos días observando el trabajo del hombre, no me extraña encontrar un trabajo primoroso, ordenado, lustroso. 

Tengo que reconocer que dudo unos segundos antes de comenzar a cortar los briosos tallos abrazados a las espalderas, esos que ya andan llenos de tomates que reverberan en su piel la luz de una luna en menguante. Con una pequeña azada revuelvo en las matas de los calabacines, arraso las de los pimientos. Pincho el depósito de plástico que he visto acarrear muchos días desde la gasolinera contigua con gran esfuerzo por parte del agricultor jubilado. Me siento, en parte fatigado a partes iguales por el esfuerzo y por el temor a ser descubierto. En pocos minutos he terminado con el esfuerzo de unos meses. Y pensaba que me sentiría bien, justificada mi acción por lo ocurrido el día anterior, pero no. El mal ya está hecho, y desde el segundo uno siento un amargor que no sé si tendrá fecha de caducidad o me acompañará martirizándome. 

De nuevo en marcha, amparado tras los arbustos, alcanzo primero la calle y después mi casa. Apesadumbrado, sin comentar nada con nadie, me desvisto, me doy una ducha que busca una purificación que no consigo y acto seguido me acuesto, y lógicamente voy enganchando un sueño feo con otro, intercalando vigilias a ratos que se hacen eternos antes de ver de nuevo luz entrando por las rendijas de la persiana.

El día anterior, como otros en los meses previos, había conseguido establecer un ritual a la caída de la tarde. Con la primavera en apogeo, ver atardecer se había convertido en una pasión, un placer privado. Me sorprende la vida porque en un tramo no predecible te regala de repente una rutina agradable, una sorpresa en forma de agradable presente. 

Regaba mis cuatro plantas, y me sorprendía al ver un retoño creciendo de repente en una maceta olvidada. Miraba al techo y de sopetón descubría un nuevo avispero en el mismo sitio donde el año pasado ya quité con mucho cuidado uno. El cielo mientras tanto pasaba de azul a amarillo, naranja, rojo, morado... y al fondo se recortaban unos montes que no sabía localizar en mi mapa mental. Era, en definitiva, un pequeño oasis mental, media hora en la que disfrutar sólo de la observación del medio que a veces no hago en el día a día. Y aún faltaba lo mejor, ver trabajar a aquel hombre en su huerto y la aparición, fieles a su cita con la caída del sol, del grupo de conejos que daba vida al descampado. 

El hombre llegó meses atrás con una silla a cuestas. La valla del descampado estaba rota, el solar había sido en su día un desguace a las afueras de la ciudad, y al cerrarlo la zona pasó al olvido. Tras un par de días dando vueltas por allí, un día el hombre trajo aperos, unas maderas y un bidón voluminoso, azul. Quince días después, ante mi asombro de hombre cero bricolaje, donde había un terreno yermo había unas líneas de tierra húmeda, sembrada de hortalizas, hierbas aromáticas y otras verduras. Y el hombre y su huerto pasaron automáticamente a formar parte de mi placentera rutina diaria: mis atardeceres, el brote en mi maceta, su huerto y el milagro de esa familia de conejos creciendo casi en mitad de la ciudad. Hasta ayer.

Ayer por la tarde el hombre se demoró más de la cuenta en las tareas, y al marchar era casi anochecida. No salió por la valla más pegada al huerto, sino que se encaminó al agujero cercano a la madriguera de los conejos. Al pasar por allí, discretamente, se agachó y depositó algo en el suelo. Fue muy rápido, y al principio yo pensé que se estaba atando los zapatos, pero no.

Al día siguiente, antes de marcharme, recién amanecido, me asomé un segundo para ver mi descampado, para decirle hasta la noche. Y entonces los vi. Todos los conejos. En la entrada de la madriguera como otros días, pero con un matiz. Estaban inmóviles, estaban hinchados, sin rastro alguno de violencia. Y entonces mi pensamiento retrocedió al día anterior, a ese gesto de agacharse del hombre al pasar cerca del agujero. Los había envenenado. Los había quitado de en medio. Molestaban y, como otras cosas que nos molestan a los humanos, había optado por resolver su problema eliminándolo de raíz.

No sé porqué pasó, pero de repente sentí como si ese gesto violase mi paz, como si ese envenenamiento reflejase la lucha pueril y estéril que la naturaleza mantiene con el hombre, por un lado su nobleza y por el nuestro nuestra ambición, nuestro egoísmo primitivo, nuestro poco respeto por dejar recursos al que venga mañana. Le molestaba que los conejos mordisqueasen su huerto ilegal, y se los cargó. Así fue.  Y así me rebelé contra ello.

Y tras hacerlo, tras la destrucción, me sentí tan pueril y tan frágil como la propia naturaleza, como alguien incapaz de encontrar justificación a lo que hizo.

Dejé de mirar esos atardeceres. Nunca supe si salieron los tomates del huerto. Llevé mi maceta a la otra ventana, la que no daba al descampado. Y pese a todo eso, seguí creyendo que en otro momento la vida me regalaría otra forma de íntimo disfrute, de momento para mí. Y ese momento llegó. Pero ya forma parte de otro relato. 


viernes, 20 de enero de 2017

EL SAXO DE EVA

Es difícil no volver a escribir sobre cosas cotidianas, o sobre aspectos que te llaman la atención, no puedes evitar esa recurrencia. Y no puedes porque en tu cotidianidad, el dolor habita, está en tí o en los que te rodean, crece como la mala hierba. Y en ese contexto, siempre me parece admirable que existan personas que piensen por tí, que quieran entenderte. Siento mucho este caminar en círculos que diría mi admirado Quique Gonzalez. Pero la vida, a veces, tiene etapas en las que ves caminar en círculos o en las que tú estás metido en esa noria diabólica.




EL SAXO DE EVA

No soy el tipo de las grandes ideas, ese hombre brillante que saca un conejo de su chistera, no soy siquiera un creativo, no ganaría un concurso de simpatía y no creo que sepa acompañar a nadie en ningún periplo o lapso de tiempo superior al que pudiese suponer una convivencia continuada. Por eso, por todo eso y por mucho más, estaba desesperado.

Vivo en el cuarto piso de un gran edificio, en una casita pequeña pero con ventanas grandes desde la que diviso miles de coches pasando miles de días por la misma carretera. Es grande el ruido pero me abstraigo, me abstraía más bien, hasta que Eva se quedó sola.

Eva es mi vecina de arriba, de justo encima. Vive, vivía con su pareja hasta que un día dejó de vivir con él, y simplemente vive sola. A partir de ese día, mi tranquilidad se rompió, mi capacidad para abstraerme del ruido de los coches, de los claxon, de los estertores de los camiones de la basura, no era la misma que para evadirme al escuchar un llanto humano. Porque Eva lloraba. Eva chorreaba algunas noches, nadaba en su llanto, se dejaba desbordar, maldecía su soledad, se levantaba y volvía a caer... Y debajo, justo debajo, estaba yo.

No habíamos hablado apenas en estos años de vecindad pero existía ese feeling, esa conexión sincera, franca, ese reconocer en el otro las manías de uno, el brillo inteligente, las maneras llanas, la presencia discreta. Así que la mañana de la primera noche de lagrimas la abordé en el ascensor y simplemente me puse a su disposición. Tardó dos noches en bajar, y cuando abrí y la vi en el rellano, ella sólo me dijo que la gente no sabía nada de ella, que sólo esperaba cosas de ella que ella no era, y que si podía llorar un rato en compañía.  

A partir de ahí, de cada dos noches una lloraba a mi lado, ya fuese en el cuarto o en el quinto, pero al poco lloraba algo menos, y comenzó a escuchar algo de música, y compartimos listas de canciones, y a veces las canciones nos hacían hasta reír, y otras nos ponían melancólicos, y a veces ella no lloraba sola, y yo la acompañaba por aquellos pudo ser y no fue que todos tenemos. 

Me dio la sensación de que la situación mejoraba, se espaciaron algo las visitas pero, de repente, una noche, los llantos volvieron, acompañados de canciones tristes. Subí a verla con la intención de abroncarla por estar pensando de nuevo en él, en ellos, pero me pidió silencio y comprensión, y yo lo entendí, pero desde ese momento me dispuse a imaginar cómo lograr una situación mejor para ella. Y después de varios días en casa sin encontrar soluciones, un viernes, al bajar a la calle, cometí una locura, buscando una solución. 

En la tienda de música del local de al lado vendían instrumentos musicales, y entré guiado por una especie de visión. Si a Eva le gustaba tanto la música, ¿por qué no un entretenimiento para sus noches? 

La dependienta, una mujer experimentada, me dijo tras explicarle un poco mi deseo: llévala un saxo a tu amiga, es lo más acorde a su situación. 

¿ Un saxo? ¿Por qué? ¿ No es muy triste? 

Si, y no. El saxo esconde la melancolía de un blues, pero también es indispensable para un buen jazz. No tienes nada que perder. 

Fue una conversación corta, yo estaba desesperado y no soy un tipo de grandes ideas. Compré el saxo y subí a casa de Eva, directamente.

Al abrir la puerta, Eva me sonrió extrañada. Y yo la expliqué. Le conté la verdad. Que esperaba que la música la redimiese, la retornase, la permitiese dejar de romperse cada anochecer. Tenía diez clases pagadas. Y sorprendentemente, Eva aceptó, Eva también se aferró al saxo como salida del túnel.

Cuando solo llevábamos diez días y tres clases, estuve a punto de lanzarme al vacío desde la ventana. Arriba, noche tras noche, Eva mejoraba su técnica con canciones tristes y perras que arrancaba a su instrumento, y yo me pregunté cientos de veces quién me había mandado a mí hacer de redentor.

Fueron meses de duros blues, de baladas negras y sombras y lágrimas, tantos que no pude por más que abstraerme como me abstraía del tráfico abajo, en la carretera.
Hasta que un día, como parte de un milagro, como el final de una metamorfosis, por la ventana abierta me llegó el ritmo acelerado y jubiloso de un jazz sureño, la catarsis de una Nueva Orleans negra y jubilosa cantando, tocando y bailando en la calle sin motivo aparente alguno. 


Y entonces pensé que sí. Que el saxo de Eva tenía magia. Y que las lágrimas se habían secado al fin.