¿A cuántas personas que han rozado nuestras vidas nunca
llegamos a comprender? ¿Cuánto queremos saber de los demás?
Muchas veces, las
más de las veces, creo que no entendemos porque no nos esforzamos por entender,
o porque no le dedicamos el tiempo necesario a hacerlo.
A ella parecía no importarla que no la entendieran. Pero si
la observabas, si estabas ahí cuando la noche llegaba, no podías por menos que
preguntarte sus porqués. Lo que no se ve de la chica de When the night comes.
WHEN THE NIGHT COMES
Ella era bajita, menuda, liviana. Pero no te confundas al
leerme: ésa era sólo la apariencia. Tenía otra hermana, dos años mayor, que la
llevaba a todas partes, y así la conocí. La hermana bailaba todo lo que ponían
en la discoteca, sonreía a todo el mundo, era muy conocida allá donde fuésemos,
y fuimos mucho, y a todas partes. Ella, como os decía, era el paquete, la
hermana pequeña que tienes que atender, de no ser porque, al poco de llegar, ya
llamaba la atención. Era altiva pese a su juventud, era desafiante y rápida en
sus pensamientos, jugaba al billar subiéndose por el filo, apretaba fuerte el
palo y le pegaba duro y colocado. Ahora al intentar evocarla para esta historia
imagino música de Quique González o Coque Malla, música canalla, acordes de
madrugada bien cargados de humo y cerveza en tercio.
No recuerdo la primera vez de nada a su lado, aunque imagino
que fue todo en uno, y lo que sí recuerdo es que desde ese momento fuera el que
fuese y como quiera que ocurriese, algo de ella, algo de lo que consumí de esa
vampiresa me subyugó. Cuando nos encontrábamos hacia caso omiso, no parecía
haber anidado en su corazón el mismo fuego que había colapsado mi armazón. Así
que dejé pasar el tiempo, me protegí obviándola, y volví a encajar en la vía el
tren descarrilado que su contacto había hecho de mi existencia.
Ahora que lo pienso, seguramente por eso no recuerdo esa
primera vez. La borré y cuando estaba todo en el saco de lo indefenso, volvió a
la carga.
Tenía novio. Recuerdo que lo dijo. Una sola vez, pero lo
dijo. Apareció por el tugurio del billar donde nos escondíamos de los veranos,
sin la hermana. Puso sus monedas para acceder al tapete y dos horas después
nadie la ganaba. Seguía bajita, menuda, liviana. El cuerpo de un grumete y los
ojos y el tono de un capitán, de un líder. El pecho pequeño, duro, marcado en
una camiseta de tirantes de color caqui. Una exploradora, una francotiradora.
No pude ganarla una sola partida, pero me concedió bola
extra. Esperó que el resto marchase, pagó dos cervezas y me citó en el baño.
Fui tras ella y gané recuerdos que después volvieron a perseguirme y que ya
nunca se fueron. Un sexo voraz, autoritario, de alto voltaje. Una mirada
acerada, con un fondo indescifrable, mezcla de deseo y desencuentros. Mientras
aferrada a mí crecía rítmicamente, en algún momento sentí su necesidad, su
imperioso deseo de ser reconocida, de ser querida. Fueron unos segundos. Apenas habíamos llegado y ella
ya estaba fuera, recompuesta y apurando su cerveza.
Esta vez no se marchó. Pero tampoco se quedó. Me aferró a
una rutina que no pude romper. Aparecía, sola siempre, con su camiseta de
tirantes, tiraba de mí hasta su coche y allí ponía a Gary Moore. Conducía hasta
el descampado y entonces y sólo entonces hablaba.
Me contaba retazos de una vida hecha jirones. Me hacía
ponerme en su piel, me erizaba con su historia de soledad e incomprensión.
Un tiempo después, comprendí que yo era su cuarto oscuro, el
lugar donde revelar sus fotos. Yo era su oportunidad de ordenar su distorsión
por unas horas. Y yo me acostumbré a eso. Y a esperarla. A ella, y a sus
noches.
Venia cada dos meses, aparecía, de repente, siempre a media
tarde. Yo montaba en su coche, y ella conducía hasta el bar de un amigo. Salía
de allí con seis cervezas frías y me llevaba hasta un descampado cercano. Te
diría que hablaba, pero más bien mascullaba su historia, quería contármela y
no. Quería que yo estuviese allí, atendiendo, pero realmente nunca me contaba
exactamente qué la pasaba, menos aún si yo indagaba. Entonces zanjaba la
conversación y dejábamos que la música llenase la atmósfera dentro del coche.
Y entonces, al principio lento pero luego acelerando
inexorable, llegaba la noche. Ella cambiaba la cinta de la radio del coche, y
sonaba Joe Cocker. Todas las tardes a su lado, como un ritual preconcebido,
como una necesidad que sólo puede alimentarse así, llegaba la noche y ella
ponía esa cinta. Y todas las noches, sin excepción hasta que dejó de venir a
buscarme, ella me hacía el amor bajo los acordes de When the night comes.
No me quedó ni un segundo de tristeza, ni una lágrima que
derramar cuando llegó una ausencia que yo ya sabía que llegaría. Se marchó y de
vez en cuando enfilo el camino del descampado, paro el coche, abro el portón
trastero y me siento a escuchar la música que ella me regaló. Todas las
canciones. Menos When the night comes
Tus historias parecen reales...muy bonita. Seguro que esa chica en esos momentos y con esa música se sintió apoyada y liberada de sus problemas y aunque en silencio la ayudo a solucionarlos. Bss
ResponderEliminarUna historia concierta melancolía..con situaciones que bien le pueden pasar a cualquiera de nosotros..incluso..parecidas..un saludo
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