lunes, 4 de abril de 2016

WHEN THE NIGHT COMES


¿A cuántas personas que han rozado nuestras vidas nunca llegamos a comprender? ¿Cuánto queremos saber de los demás? 

Muchas veces, las más de las veces, creo que no entendemos porque no nos esforzamos por entender, o porque no le dedicamos el tiempo necesario a hacerlo.

A ella parecía no importarla que no la entendieran. Pero si la observabas, si estabas ahí cuando la noche llegaba, no podías por menos que preguntarte sus porqués. Lo que no se ve de la chica de When the night comes.



WHEN THE NIGHT COMES

Ella era bajita, menuda, liviana. Pero no te confundas al leerme: ésa era sólo la apariencia. Tenía otra hermana, dos años mayor, que la llevaba a todas partes, y así la conocí. La hermana bailaba todo lo que ponían en la discoteca, sonreía a todo el mundo, era muy conocida allá donde fuésemos, y fuimos mucho, y a todas partes. Ella, como os decía, era el paquete, la hermana pequeña que tienes que atender, de no ser porque, al poco de llegar, ya llamaba la atención. Era altiva pese a su juventud, era desafiante y rápida en sus pensamientos, jugaba al billar subiéndose por el filo, apretaba fuerte el palo y le pegaba duro y colocado. Ahora al intentar evocarla para esta historia imagino música de Quique González o Coque Malla, música canalla, acordes de madrugada bien cargados de humo y cerveza en tercio.

No recuerdo la primera vez de nada a su lado, aunque imagino que fue todo en uno, y lo que sí recuerdo es que desde ese momento fuera el que fuese y como quiera que ocurriese, algo de ella, algo de lo que consumí de esa vampiresa me subyugó. Cuando nos encontrábamos hacia caso omiso, no parecía haber anidado en su corazón el mismo fuego que había colapsado mi armazón. Así que dejé pasar el tiempo, me protegí obviándola, y volví a encajar en la vía el tren descarrilado que su contacto había hecho de mi existencia.

Ahora que lo pienso, seguramente por eso no recuerdo esa primera vez. La borré y cuando estaba todo en el saco de lo indefenso, volvió a la carga.

Tenía novio. Recuerdo que lo dijo. Una sola vez, pero lo dijo. Apareció por el tugurio del billar donde nos escondíamos de los veranos, sin la hermana. Puso sus monedas para acceder al tapete y dos horas después nadie la ganaba. Seguía bajita, menuda, liviana. El cuerpo de un grumete y los ojos y el tono de un capitán, de un líder. El pecho pequeño, duro, marcado en una camiseta de tirantes de color caqui. Una exploradora, una francotiradora.

No pude ganarla una sola partida, pero me concedió bola extra. Esperó que el resto marchase, pagó dos cervezas y me citó en el baño. Fui tras ella y gané recuerdos que después volvieron a perseguirme y que ya nunca se fueron. Un sexo voraz, autoritario, de alto voltaje. Una mirada acerada, con un fondo indescifrable, mezcla de deseo y desencuentros. Mientras aferrada a mí crecía rítmicamente, en algún momento sentí su necesidad, su imperioso deseo de ser reconocida, de ser querida. Fueron  unos segundos. Apenas habíamos llegado y ella ya estaba fuera, recompuesta y apurando su cerveza.

Esta vez no se marchó. Pero tampoco se quedó. Me aferró a una rutina que no pude romper. Aparecía, sola siempre, con su camiseta de tirantes, tiraba de mí hasta su coche y allí ponía a Gary Moore. Conducía hasta el descampado y entonces y sólo entonces hablaba.

Me contaba retazos de una vida hecha jirones. Me hacía ponerme en su piel, me erizaba con su historia de soledad e incomprensión.

Un tiempo después, comprendí que yo era su cuarto oscuro, el lugar donde revelar sus fotos. Yo era su oportunidad de ordenar su distorsión por unas horas. Y yo me acostumbré a eso. Y a esperarla. A ella, y a sus noches.

Venia cada dos meses, aparecía, de repente, siempre a media tarde. Yo montaba en su coche, y ella conducía hasta el bar de un amigo. Salía de allí con seis cervezas frías y me llevaba hasta un descampado cercano. Te diría que hablaba, pero más bien mascullaba su historia, quería contármela y no. Quería que yo estuviese allí, atendiendo, pero realmente nunca me contaba exactamente qué la pasaba, menos aún si yo indagaba. Entonces zanjaba la conversación y dejábamos que la música llenase la atmósfera dentro del coche.

Y entonces, al principio lento pero luego acelerando inexorable, llegaba la noche. Ella cambiaba la cinta de la radio del coche, y sonaba Joe Cocker. Todas las tardes a su lado, como un ritual preconcebido, como una necesidad que sólo puede alimentarse así, llegaba la noche y ella ponía esa cinta. Y todas las noches, sin excepción hasta que dejó de venir a buscarme, ella me hacía el amor bajo los acordes de When the night comes.

No me quedó ni un segundo de tristeza, ni una lágrima que derramar cuando llegó una ausencia que yo ya sabía que llegaría. Se marchó y de vez en cuando enfilo el camino del descampado, paro el coche, abro el portón trastero y me siento a escuchar la música que ella me regaló. Todas las canciones. Menos When the night comes

2 comentarios:

  1. Tus historias parecen reales...muy bonita. Seguro que esa chica en esos momentos y con esa música se sintió apoyada y liberada de sus problemas y aunque en silencio la ayudo a solucionarlos. Bss

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  2. Una historia concierta melancolía..con situaciones que bien le pueden pasar a cualquiera de nosotros..incluso..parecidas..un saludo

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