viernes, 11 de diciembre de 2015

DETALLES


Pues claro que sí. Los polos opuestos se atraen. Los antónimos se complementan, completan la gama, te llevan del blanco al negro. Lo diferente es lo que te sorprende y te llega. Olvidémoslo todo. Menos los detalles

DETALLES

Yo viajaba mucho. Bueno, en realidad no viajaba tanto. En realidad lo que ocurría era que en la empresa salían los listados de destinos y yo me apuntaba enseguida a alguno. Y al llegar a esos destinos, sentía un poco lo mismo que se siente cuando conoces a un nuevo grupo de amigos, o cuando comienza una comunidad de vecinos en una nueva urbanización, o como cuando de pequeño iba al cole el primer día con los lápices puntiagudos y relucientes, y los cuadernos con las hojas inmaculadas esperaban mis letras. Sentía, al llegar al destino, que todo era nuevo, que todo comenzaba de cero, que todo eran nuevas aventuras, nuevos aprendizajes, nuevas vivencias.

Acababa de volver de Viena, donde un proyecto de un año me había permitido conocer más una de las cunas de la vieja Europa, con aroma a imperio trasnochado en sus callejas adoquinadas y encajonadas entre palacetes de aires regios. En sólo un año había quedado prendado de esa ciudad y de sus gentes, de la música en la calle y del carácter de ciudad abierta día y noche, tan extrañamente parecida en algunas cosas a mi Barcelona natal. Allí se había quedado también Leonie, una austriaca opulenta y extraordinariamente divertida que me había enseñado todos los night-clubs de la ciudad, amén de darme cobijo bajo su edredón, en noches que más bien eran madrugadas en las que nos amábamos casi inconscientes tras soberbias borracheras. Leonie me acompañó al aeropuerto, me besó de forma ardiente, por última vez, me dijo, y se dio media vuelta sin mirar atrás, poniendo punto y final a nuestra historia sin lágrimas ni remordimientos. Leonie era, es, e imagino que seguirá siendo en el futuro un alma libre, incapaz para el compromiso, como lo era yo.

Acababa de volver de Viena, y Barcelona me recibía fría, bajo una niebla mezcla de humedad y contaminación, y al contrario que otras veces, no encontré consuelo ni resguardo ni en mi casa. Quizá tanto tiempo fuera, de un lado para otro, conociendo otros mundos, hacía que cada vuelta fuese más difícil, que me resultase más complicado hacer una rutina que ya no sabía hacer, y que se me antojaba contrapuesta a mis comienzos de nuevas vidas en otros lugares. Todo, todo, es mucho más fácil cuando empiezas. Y así, a la mañana siguiente, ya estaba en el despacho de arquitectura, apuntando los nuevos destinos ofertados, deseando volar a otro lugar, devorar kilómetros, echar tierra de por medio, tener la posibilidad de escribir un nuevo cuaderno. Y entonces escogí Ibiza. Y, sin saberlo, te escogí a ti.

Tú me recibiste en el aeropuerto, y como Ibiza en sí, me recibiste fresca pero enigmática, alegre pero comedida, muy metida en tu papel de anfitriona, pero sin salirte de un rol que parecía que te habías prefijado. Me dio la sensación de que la primera premisa que tenía ese papel era: lo que sea, pero no te enamores de un desconocido que baja de un avión en busca del paraíso.

Tanit me dejó en el hotel, y los primeros días me recogía para ir a recorrer varios proyectos que el despacho tenía en la isla: carreteras, un centro comercial, varios trabajos menores y la joya de la corona: la nueva Marina del puerto, un complejo extraordinario que cambiaría el pintoresco enclave pesquero por un embarcadero que atraería nuevos amarres y puestos de trabajo a la zona. Mientras trabajábamos me di cuenta de que Tanit odiaba el proyecto, que odiaba lo que hacía. Profundamente ibicenca, la llegada de tanta parafernalia, de tanto ruido y gente a su paraíso, la irritaba profundamente. Aunque asumía que era imparable, no compartía ese destino para su lugar en el mundo. Y, obviamente, poco a poco, yo también fui odiando ese proyecto, ese destrozo, ese aplastamiento que a veces el progreso hace sobre las tradiciones y la cultura de un lugar.

No tengo que decir que me sentía atraído por Tanit. Su trato conmigo era educado, pero sobre todo era entregado: me hacía sentir involuntariamente cuidado, atendido, agasajado y, por qué no decirlo, me hacía sentir querido. Me llevaba por las tardes a recorrer la isla, en coche, en bici, corriendo, buceando, y luego cenábamos en restaurantes exóticos que a veces parecían hechos solo para nosotros, y también que, al marcharnos, los recogerían y guardarían en algún almacén, para sacarlos solo para dar de cenar a gente como nosotros, a gente que escribe en hojas en blanco de cuadernos a estrenar.

Una noche me llevó al hotel, venía riéndose de mí, me echaba en cara que llevase tres meses viviendo allí, y que aun sabiendo que el proyecto sería largo, no hubiese hecho ni el intento de buscar una casa de alquiler. Eres un pájaro sin nido, me espetaba, sonriendo.

Al marcharse ese día me dio un beso pequeño en la boca. Sus labios vibraban, podía sentir los latidos de su corazón en ellos.

Al día siguiente trajo una revista de una inmobiliaria local, y esa tarde cerré el alquiler de un pequeño y coqueto bungalow frente a la cala opuesta a la marina. No volvió a besarme, pero todos los días traía algo a casa, un adorno, servilletas de papel de colores, unos cojines de Ikea, un felpudo de fibras verdes para la terraza. Salíamos a cenar, y me preguntaba por mi vida, por mis viajes, por los otros destinos, por las mujeres y hombres de otros lugares... Tanit era el detalle hecho persona. No había nadie, no existía nadie más que yo cuando ella me escuchaba.

Una noche al volver a casa me preguntó qué cosas tenía en la nevera. Yogures, bolsas de ensalada y cerveza, la dije. Se reía. A carcajadas. Y lloró de risa cuando la dije que no había encendido nunca la cocina.

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Es domingo. Lo sé porque no ha sonado el despertador y debe ser tarde porque el calor de fuera empieza a invadir mi dormitorio. Me levanto para buscar el mando del aire y escucho unos golpes en la puerta. Es Tanit. Con una bolsa enorme.

En un viaje a Japón pude ver de cerca una ceremonia del té. Me hechizó la atmósfera, lo gestual, el gusto por el detalle, por cuidar hasta la parte más insignificante del ceremonial. Cuando Tanit abrió la bolsa y empezó a sacar cosas, ese recuerdo oriental vino a mí, de inmediato. Porque Tanit va sacando recipientes grandes y pequeños, y los va alineando en la encimera, mientras me explica.

Tanit va a hacer un Sofrit Pagés, un plato típico del interior de la isla, de los moradores más antiguos. En un recipiente trae el cordero, en otro el pollo, y en los recipientes más pequeños, sal, comino, almendras, patatas, sobrasada... Y aunque la cocina no es suya, rápido se hace con ella, y mientras cocina abre un vino un olor penetrante inunda esa casa que diez minutos antes me parecía tan insulsa.

Tanit habla, sonríe, sofríe, me mira a los ojos y sin más ni más comienza a desnudarme, y Tanit me hace el amor, delicada, detallista, ordenada como ese montón de recipientes en los que ha traído todo lo que hace que el plato, después de ese sexo iniciático, esté delicioso, y se grabe en mi memoria como un manjar inolvidable.

Los meses que siguieron fueron meses de felicidad intensa, malsana, descreída. Prolongué mi estancia, pasé de un proyecto a otro, me mantuve en esa casa que parecía la casa que nunca tuve y amé a Tanit con profundidad. Sin ambages.

Y pasó el tiempo. Y salió un proyecto en Islandia. Y me atrajo el frío. Al principio iba y volvía con Tanit, luego poco a poco perdí mi sitio, seguramente no quise verme, no quise mirarme ni entenderme, no quise pararme. Y Tanit se cansó de mis viajes, y sin dejar de querernos nos dejamos, se acabó. Unos años más tarde Tanit se enamoró de una mujer, se despojó como solo las valientes saben de prejuicios y se agarró a un amor que aun hoy perdura. De vez en cuando yo vuelvo a Ibiza, o ellas vienen a verme allá donde esté escribiendo un cuaderno nuevo. Cuando voy, ella prepara Sofrit Pagés para mí, y al entrar en su casa siento que es la única casa que es mía aunque no haya vivido nunca en ella, aunque sea de ellas. Siento que Tanit es mi casa.

Y así, cuando alguien agarre todos los cuadernos que han conformado mi vida, encontraran que de título de uno de ellos vendrá algo así:

Tanit. La importancia de los pequeños detalles.