jueves, 18 de septiembre de 2014

Me gustaría que Desencuentro fuese tan sólo el primero de una serie de tres relatos que tengo en mi cabeza desde hace tanto que pensaba que nunca los terminaría escribiendo. Pero han salido, están aquí, y me gustan porque he leído que un buen escritor tiene, debe saber contar cosas que no le han ocurrido, porque contar lo que te ocurre no es ser escritor, es otra cosa.

En Desencuentro hay belleza, hay noches en vela y hay reflexión. Y dos seres humanos excepcionales que aún no saben, por su juventud, que cuando hagan repaso de sus vidas descubrirán que, al menos, no se van de este mundo sin haber experimentado la maravillosa sensación de haber amado.




DESENCUENTRO UNO



Al acostarme ayer tuve un presentimiento que después invadió mi sueño en algún momento: iba a verte, a encontrarte. Mañana mismo.

Hoy ya es mañana y me levanto con ese convencimiento. En algún cruce, en la esquina de una plaza, en la cafetería de siempre. Hoy voy a verte y me sorprendo a mí mismo porque esta vez creo estar preparado para el encuentro.

Al principio no. Después de nuestro sueño común no quería, no sabía, no podía volver a verte, quería no saber y no ser, quería nada de nada. Pero era difícil, es difícil si la vida de dos que eran uno se separa de repente. Los lugares que eran nuestros, los amigos, tuyos y míos, nuestros, la universidad, con las dos facultades frente por frente. Yo quería no estar, no ser, no afrontar, no entender, no querer...pero no. No te esperaba en la cola de la fotocopiadora pero la de atrás en la cola eras tu. No salía por el campus, no corría por la ciudad deportiva, no comía en la cafetería...pero entraba en un ascensor a punto de cerrarse y, joder, estabas tu.

Al principio si nos encontrábamos por casualidad a solas me acercaba a besarte, dos besos, un abrazo grande y un espero que estés bien, cariño. Si el encuentro era con gente, ni eso siquiera. En el consejo universitario, en salas pequeñas donde discutíamos en comités de lo absurdo, mi silencio era incómodo, tan extraño en mi que parecía algo obvio que ocurría algo. Porque yo era pura vida, y estar sin tí, decidir que no y que no, había sido la decisión más difícil de tomar.

En esas decisiones siempre juega un papel fundamental el miedo, la cobardía. Ella me miraba a la cara, a los ojos, con esos ojos tan limpios en su negrura, tan cristalinos en su blanco. Me miraba y me hablaba lento, me desnudaba, me decía lo que yo sabía y no quería saber. Sabía que ése era el tren, que ése era el salto. Pero no salté. Y a partir de ese momento, muy poco a poco, vas engañándote, generas excusas que puedes creerte, terminas justificándolo, justificandote. Terminas mirando para otro lado.

Y el tiempo pasa y el ayer que se hacía hoy hace unas líneas es el día que me engalano porque sé que voy a verte, porque creo que ha llegado el momento de verte y aceptarte como una que ya no es mi una. Creo que podré mirarte sin romperme, sin morirme, sin gritarme. Creo que lo he superado y por eso camino distraído y sonriente, escuchando música en los cascos.

Allí estás. Sentada en el banco que está en la mitad de camino de las dos facultades, fumando un cigarro, pensando, mirando sin ver nada. Al principio parece que mi cerebro responde sereno, sigo caminando, me acerco: el pelo negro, brillante, fino. La nariz respingona, la boca entreabierta, el colgante reposando en el pecho. Te he visto en cientos de chicas desde entonces, he creído verte a cada momento, cada vez que delante mía caminaba una mujer de pelo oscuro y liso, suave. Y cada vez que eso ocurría, el corazón se me encogía, y una bola invisible me pegaba bajo el pecho, cortándome hasta el aliento.

Hoy no, hoy me acerco protegido por mi música y por el paso del tiempo, que todo lo cura, que a todo lo coloca en su sitio. Me acerco y casi estoy a tu altura cuando me doy cuenta de que no eres, de que ella no eres tu.

Y casi mejor. Porque a pesar de todo, del tiempo, del camino recorrido, de los esfuerzos, a pesar de todo, al llegar junto a ella una bola enorme se estrella en mi estómago.

Por eso ya no tengo presentimientos ni aspiro a olvidarte, a olvidarlo. Uno debe acostumbrarse a que hay cosas que no se pueden olvidar, que hay cosas a las que uno nunca se podrá enfrentar.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

POR SI NO LLEGO


 
 
Supongo que es el final del verano, aunque quizás es mi acusado tremendismo y mi tendencia a sumergirme en melancolías y reflexiones, pero tras muchos días de sol el primer día gris es como el telón que corre en el teatro en el entreacto, y nos conduce de un escenario a otro distinto en unos pocos segundos.

Y el tiempo siempre me da que pensar, el tiempo que pasa, que se escapa, que me separa de ese Peter Pan que ya no podré ser. Pero la verdad es que no miró adelante con acritud, con prejuicios ni miedos. Sé que llegará. Y mientras llega, o por si no lo hace, me imagino que será de mí, cómo será mi despedida, o mejor aún, como me gustaría imaginarla. Por si no llego.

POR SI NO LLEGO

Por si no llego y algo me aparta antes, me gustaría imaginar mi último día, el último día de un anciano que se pelea con la puerta corredera de una terraza, mascullando palabras malsonantes, que al final consigue abrirla y se apoya en la barandilla, mirando al mar.

El viejo lleva unos pantalones blancos, ceñidos pero con tantas cosas en los bolsillos que parecen algo grotescos, amorfos. Se protege de la brisa de la mañana con un jersey de esos de entretiempo que nunca te pones porque nunca hay entretiempo, pero que él se ha puesto porque siempre quiso, si tenía la certeza de que el día de hoy iba a ser el último día, irse de este mundo vestido como un dandi, casi lo contrario al pequeño e ingenioso macarra que siempre había llevado escondido.

Miraría en un momento determinado a un lado y al otro, y sacaría a hurtadillas un cigarro, tan rápido que parecería ya encendido, que chuparía con fruición y deleite, rápido, muy rápido, como casi todo lo que hace. Seguramente mordisquearía un caramelo que finalmente se pegaría en su dentadura postiza, y que no serviría de nada, porque ella viene y de lejos ya asevera que el viejo ha fumado. Él la mira y sonríe, y asiente, y se deja regañar, aunque masculla para sus adentros, y se sigue preguntando porqué ella es tan bonita y cómo sigue aquí, en este cuento que es el cuento del final de su historia.



Por si no llego, yo lo que esperaría es que ese anciano vestido como si fuese a pasear palmito por Wimbledon no tuviese que preguntarse más cosas, ni estar preocupado por lo que pasó o por lo que pasará. Me gustaría que el viejo no tuviese cuentas que saldar, nada de lo que responder. Me encantaría que en los silencios y en las pausas no hubiera nada que lo perturbase, que disfrutase de la nada como sí de un todo se tratase, y que el mar sonase a mar, cadencioso, relajante, envolvente.

Por si no llego, el sol sí que llega a esa playa de repente, y el viejo se quita su jersey de entretiempo y debajo aparece su camisa blanca. Cientos de inmaculadas camisas blancas lo han acompañado en su vida, lo han protegido, lo han asegurado, lo han crecido en las adversidades. Son su amuleto, su protección natural. Las llevaban los protagonistas de sus películas preferidas, películas de gente en verbenas de pueblos, que tienen como tesoro más preciado su almidonada camisa de los domingos de misa y baile.

Por último, y por si no llego, tras el sol llegan las gaviotas y tras ellas, tras él, el sonido de unas voces infantiles que se acercan. Entonces saca la caja de metal con el pan cortado en trocitos, y junto a las niñas, pasa la mañana dando de comer a las gaviotas.