En Desencuentro hay belleza, hay noches en vela y hay reflexión. Y dos seres humanos excepcionales que aún no saben, por su juventud, que cuando hagan repaso de sus vidas descubrirán que, al menos, no se van de este mundo sin haber experimentado la maravillosa sensación de haber amado.
DESENCUENTRO UNO
Al acostarme ayer tuve un presentimiento que después invadió mi sueño en algún momento: iba a verte, a encontrarte. Mañana mismo.
Hoy ya es mañana y me levanto con ese convencimiento. En algún cruce, en la esquina de una plaza, en la cafetería de siempre. Hoy voy a verte y me sorprendo a mí mismo porque esta vez creo estar preparado para el encuentro.
Al principio no. Después de nuestro sueño común no quería, no sabía, no podía volver a verte, quería no saber y no ser, quería nada de nada. Pero era difícil, es difícil si la vida de dos que eran uno se separa de repente. Los lugares que eran nuestros, los amigos, tuyos y míos, nuestros, la universidad, con las dos facultades frente por frente. Yo quería no estar, no ser, no afrontar, no entender, no querer...pero no. No te esperaba en la cola de la fotocopiadora pero la de atrás en la cola eras tu. No salía por el campus, no corría por la ciudad deportiva, no comía en la cafetería...pero entraba en un ascensor a punto de cerrarse y, joder, estabas tu.
Al principio si nos encontrábamos por casualidad a solas me acercaba a besarte, dos besos, un abrazo grande y un espero que estés bien, cariño. Si el encuentro era con gente, ni eso siquiera. En el consejo universitario, en salas pequeñas donde discutíamos en comités de lo absurdo, mi silencio era incómodo, tan extraño en mi que parecía algo obvio que ocurría algo. Porque yo era pura vida, y estar sin tí, decidir que no y que no, había sido la decisión más difícil de tomar.
En esas decisiones siempre juega un papel fundamental el miedo, la cobardía. Ella me miraba a la cara, a los ojos, con esos ojos tan limpios en su negrura, tan cristalinos en su blanco. Me miraba y me hablaba lento, me desnudaba, me decía lo que yo sabía y no quería saber. Sabía que ése era el tren, que ése era el salto. Pero no salté. Y a partir de ese momento, muy poco a poco, vas engañándote, generas excusas que puedes creerte, terminas justificándolo, justificandote. Terminas mirando para otro lado.
Y el tiempo pasa y el ayer que se hacía hoy hace unas líneas es el día que me engalano porque sé que voy a verte, porque creo que ha llegado el momento de verte y aceptarte como una que ya no es mi una. Creo que podré mirarte sin romperme, sin morirme, sin gritarme. Creo que lo he superado y por eso camino distraído y sonriente, escuchando música en los cascos.
Allí estás. Sentada en el banco que está en la mitad de camino de las dos facultades, fumando un cigarro, pensando, mirando sin ver nada. Al principio parece que mi cerebro responde sereno, sigo caminando, me acerco: el pelo negro, brillante, fino. La nariz respingona, la boca entreabierta, el colgante reposando en el pecho. Te he visto en cientos de chicas desde entonces, he creído verte a cada momento, cada vez que delante mía caminaba una mujer de pelo oscuro y liso, suave. Y cada vez que eso ocurría, el corazón se me encogía, y una bola invisible me pegaba bajo el pecho, cortándome hasta el aliento.
Hoy no, hoy me acerco protegido por mi música y por el paso del tiempo, que todo lo cura, que a todo lo coloca en su sitio. Me acerco y casi estoy a tu altura cuando me doy cuenta de que no eres, de que ella no eres tu.
Y casi mejor. Porque a pesar de todo, del tiempo, del camino recorrido, de los esfuerzos, a pesar de todo, al llegar junto a ella una bola enorme se estrella en mi estómago.
Por eso ya no tengo presentimientos ni aspiro a olvidarte, a olvidarlo. Uno debe acostumbrarse a que hay cosas que no se pueden olvidar, que hay cosas a las que uno nunca se podrá enfrentar.