viernes, 20 de enero de 2017

EL SAXO DE EVA

Es difícil no volver a escribir sobre cosas cotidianas, o sobre aspectos que te llaman la atención, no puedes evitar esa recurrencia. Y no puedes porque en tu cotidianidad, el dolor habita, está en tí o en los que te rodean, crece como la mala hierba. Y en ese contexto, siempre me parece admirable que existan personas que piensen por tí, que quieran entenderte. Siento mucho este caminar en círculos que diría mi admirado Quique Gonzalez. Pero la vida, a veces, tiene etapas en las que ves caminar en círculos o en las que tú estás metido en esa noria diabólica.




EL SAXO DE EVA

No soy el tipo de las grandes ideas, ese hombre brillante que saca un conejo de su chistera, no soy siquiera un creativo, no ganaría un concurso de simpatía y no creo que sepa acompañar a nadie en ningún periplo o lapso de tiempo superior al que pudiese suponer una convivencia continuada. Por eso, por todo eso y por mucho más, estaba desesperado.

Vivo en el cuarto piso de un gran edificio, en una casita pequeña pero con ventanas grandes desde la que diviso miles de coches pasando miles de días por la misma carretera. Es grande el ruido pero me abstraigo, me abstraía más bien, hasta que Eva se quedó sola.

Eva es mi vecina de arriba, de justo encima. Vive, vivía con su pareja hasta que un día dejó de vivir con él, y simplemente vive sola. A partir de ese día, mi tranquilidad se rompió, mi capacidad para abstraerme del ruido de los coches, de los claxon, de los estertores de los camiones de la basura, no era la misma que para evadirme al escuchar un llanto humano. Porque Eva lloraba. Eva chorreaba algunas noches, nadaba en su llanto, se dejaba desbordar, maldecía su soledad, se levantaba y volvía a caer... Y debajo, justo debajo, estaba yo.

No habíamos hablado apenas en estos años de vecindad pero existía ese feeling, esa conexión sincera, franca, ese reconocer en el otro las manías de uno, el brillo inteligente, las maneras llanas, la presencia discreta. Así que la mañana de la primera noche de lagrimas la abordé en el ascensor y simplemente me puse a su disposición. Tardó dos noches en bajar, y cuando abrí y la vi en el rellano, ella sólo me dijo que la gente no sabía nada de ella, que sólo esperaba cosas de ella que ella no era, y que si podía llorar un rato en compañía.  

A partir de ahí, de cada dos noches una lloraba a mi lado, ya fuese en el cuarto o en el quinto, pero al poco lloraba algo menos, y comenzó a escuchar algo de música, y compartimos listas de canciones, y a veces las canciones nos hacían hasta reír, y otras nos ponían melancólicos, y a veces ella no lloraba sola, y yo la acompañaba por aquellos pudo ser y no fue que todos tenemos. 

Me dio la sensación de que la situación mejoraba, se espaciaron algo las visitas pero, de repente, una noche, los llantos volvieron, acompañados de canciones tristes. Subí a verla con la intención de abroncarla por estar pensando de nuevo en él, en ellos, pero me pidió silencio y comprensión, y yo lo entendí, pero desde ese momento me dispuse a imaginar cómo lograr una situación mejor para ella. Y después de varios días en casa sin encontrar soluciones, un viernes, al bajar a la calle, cometí una locura, buscando una solución. 

En la tienda de música del local de al lado vendían instrumentos musicales, y entré guiado por una especie de visión. Si a Eva le gustaba tanto la música, ¿por qué no un entretenimiento para sus noches? 

La dependienta, una mujer experimentada, me dijo tras explicarle un poco mi deseo: llévala un saxo a tu amiga, es lo más acorde a su situación. 

¿ Un saxo? ¿Por qué? ¿ No es muy triste? 

Si, y no. El saxo esconde la melancolía de un blues, pero también es indispensable para un buen jazz. No tienes nada que perder. 

Fue una conversación corta, yo estaba desesperado y no soy un tipo de grandes ideas. Compré el saxo y subí a casa de Eva, directamente.

Al abrir la puerta, Eva me sonrió extrañada. Y yo la expliqué. Le conté la verdad. Que esperaba que la música la redimiese, la retornase, la permitiese dejar de romperse cada anochecer. Tenía diez clases pagadas. Y sorprendentemente, Eva aceptó, Eva también se aferró al saxo como salida del túnel.

Cuando solo llevábamos diez días y tres clases, estuve a punto de lanzarme al vacío desde la ventana. Arriba, noche tras noche, Eva mejoraba su técnica con canciones tristes y perras que arrancaba a su instrumento, y yo me pregunté cientos de veces quién me había mandado a mí hacer de redentor.

Fueron meses de duros blues, de baladas negras y sombras y lágrimas, tantos que no pude por más que abstraerme como me abstraía del tráfico abajo, en la carretera.
Hasta que un día, como parte de un milagro, como el final de una metamorfosis, por la ventana abierta me llegó el ritmo acelerado y jubiloso de un jazz sureño, la catarsis de una Nueva Orleans negra y jubilosa cantando, tocando y bailando en la calle sin motivo aparente alguno. 


Y entonces pensé que sí. Que el saxo de Eva tenía magia. Y que las lágrimas se habían secado al fin.