martes, 4 de noviembre de 2014

LO QUE TENGO QUE DECIR

Seguramente aburra. O sea trasnochado a estas alturas. Pero hemos llegado hasta aquí, y ni siquiera sabemos si está todo visto o a los de la calle nos queda mas por ver. Bueno, yo al menos no quiero ser hipócrita o fariseo. Por eso en LO QUE TENGO QUE DECIR se esconde una indecisión. La de no saber, llegado el momento, si yo reaccionaría igual, pese a detestarlo.




LO QUE TENGO QUE DECIR

  Lo que más recuerdo de aquellos días es la falta de apetito. Las noches en vela, con la cabeza volviendo una y otra vez sobre los hechos. Sabía que pasaría. Tuve la certeza de que iba a ocurrir cuando vi que ya éramos demasiados comiendo del mismo pastel. Demasiadas conexiones, demasiado descaro en algunos, muchos cabos sueltos de los que alguien podía tirar.Dos golpes con los nudillos en la puerta del despacho, unas caras que no me son conocidas, el rostro descompuesto de mi secretaria... 

Recuerdo que camino del juzgado iba repasando mi vida, iba entregado, reo, iba culpable. El estómago parecía tomado por esas abrazaderas que estrangulan hasta hacer sangrar. La boca me sabía a metálico. Los recuerdos que van cayendo como cae la tapa de un féretro, y cada uno de ellos, como si de un clavo más se tratase, va martilleando mi cabeza, me va matando en vida, y eso alimenta mi miedo atávico, mi resignación. Porque sabía que pasaría.

Nunca me quedé sin asiento de vuelta de las discotecas en el taxi que nos devolvía a casa. Siempre supe guardar ese dinero vital, el que te hace aprovechar hasta el último momento la sesión de tarde en la disco, esas monedas que te pueden hacer llegar en hora a casa, eludiendo la charla de tus papás. O tenía el dinero o el amigo que me prestaba, y siempre sonreía al ver cómo otros se quedaban y tenían que hacer el largo peregrinaje a casa en metro o en bus, para llegar finalmente tarde y quedar castigados.

Siempre supe que todo tiene un precio y varios caminos, y si compraba un jamón para la cesta de Navidad de mis empleados, el de ellos era cebo y el mío bellota, y el mío gratis, que para eso le encargaba cien jamones por Navidad. Sobornar es algo exponencial. La primera vez lo haces casi como sin querer, como el que de repente en mitad del bosque descubre el atajo y se lanza, aunque esté lleno de peligros. Después eres consciente, y lo interiorizas y, lo peor de todo, es que lo sistematizas. Un cuñado para Medio ambiente, un restaurante donde facturo lo que no como hoy pero quizás si tenga que comer mañana, un concurso público a dedo, una vida de luces y relumbrón, de amigos eternos fugaces o fugaces eternos. He adjudicado obras a patanes que sólo me importaban por su tanto tienes, tanto vales, he cerrado emisoras críticas para dárselas más tarde a gente afín que conozco desde el colegio. He hecho tanto y tanto mal que ni siquiera me justificaba ya a mí mismo. Era un ladrón, un mentiroso. Uno de esos a los que pillan antes que a un cojo. 

Por eso ese día sabía que pasaría. Que vendrían a por mí, con su orden de procesamiento. 

En el calabozo, lo que sentí fue que todo había acabado. Confesaría, pagaría mis penas. Me sentí como el alcohólico o el drogata que han decidido dar el duro paso de desintoxicarse. En cierto modo, en el calabozo sentí resignación. Era tan obvio, tan imposible de mantener, de esconder, que lo único que pensaba es cómo y cuándo iba a empezar a pagar por aquello. Todo eso sentía, hasta que llegaste tú.

Nos sentamos frente a frente, y me explicaste que el partido te mandaba, que no te dejaba solo, que sabían que eras inocente. Yo sonreía incrédulo, sin decir una palabra.

- Voy a decirte qué es lo que tienes que decir cuando prestes declaración. 

Y así, sin más, sin necesidad de escuchar mi versión, me fuiste contando unos hechos que acabaron siendo míos. Una negación de lo que unas horas antes, en la soledad del calabozo, yo entendía como mi confesión, como mi enfrentamiento con la realidad. Fuiste la mano que te agarra en el borde del precipicio, la voz familiar que te tranquiliza, dibujando un mundo engañoso pero mejor, tejiendo una maraña que poco a poco hice mía, y que me ayudó a olvidarme de lo realizado y a creerme inocente, obviando desmanes y chanchullos. 

Salí reforzado de aquello, y mientras otros pagaron por ello, yo pude escapar indemne para así vender mi integridad y mi inocencia a la conclusión del proceso.
Volver al despacho y delinquir de nuevo fueron casi símiles cronológicos, pero ahora mis ansias eran renovadas, me sentía fortalecido, me sentía casi justificado.

Ahora, sentado de nuevo en un calabozo, no tengo esa perdida de apetito de la primera vez, mi cabeza no bulle, y no voy a entregarme a una confesión abierta.

Hoy no. Porque sé que en un rato se abrirá la puerta, y tu entraras a decirme qué es lo que tengo que hacer para volver a salir impune.