martes, 23 de junio de 2020

EN BUSCA DE TU SONRISA

Hay muchas, muchísimas personas, que no dejarán huella alguna de su paso por la vida. En muchos casos sus vidas anónimas no registrarán eventos de calado que aparezcan en los medios, o que tengan un impacto o repercusión al menos de carácter local. Vivirán sus vidas, si, pero no serán ampliamente recordados.

Otros querrán hacerlo, querrán ser recordados, pero no conseguirán, aunque lo intenten abandonar ese anonimato. Vidas anodinas, incapaces de aportar algo.

Mi tío Jose siempre decía que vivir vivir, lo que es vivir, solo vives si es para dejar constancia de ello, ya sea por ti mismo o por tus obras. Seguramente cuando pronunció esas palabras no las consideré tan cargadas de sentido, pero el poso que dejaron en mi marcaron mi vida posterior. Esas palabras y, por supuesto, Alaska. En ella comienza este camino, esta aventura que aún parece no tener fin, que ha rozado el abismo y que ha sobrevivido y que hoy por hoy sigue, como ayer, en busca de tu sonrisa.






EN BUSCA DE TU SONRISA


Alaska no era el fenómeno mediático que hoy es, pero en los comienzos de los 80 era la reina del incipiente punk español, y eso y nada en el fondo era casi lo mismo en un país aún anquilosado musicalmente hablando. Pero eso a mi tío Jose no le importaba. Él había sido músico de joven, y regentaba en esos años una tienda de instrumentos musicales. Era un local grande y, con la excusa de poder permitir probar los instrumentos a posibles compradores, había montado en el sótano de la tienda un pequeño local de ensayo, en el que dio cobijo a muchos grupos de la movida madrileña, que con la excusa de probar los instrumentos venían a tocar allí. Por aquel entonces yo era una adolescente rebelde, una de tantas, y pasaba en la tienda de mi tío muchos ratos por la tarde hasta que mis padres venían de trabajar y me recogían. Pasaba las tardes devorando libros, lecturas que más tarde se convertirían en cruciales en mi vida, y allí aprendí también a amar la música, cómo no hacerlo si podía ver en directo cómo tocaban y cantaban los grupos que ensayaban. Fue algo inevitable, y acepté ese enamoramiento como algo a lo que era imposible negarse. Y allí conocí por primera vez el significado de algunas sonrisas, aquellas por las que me embarcaría en una búsqueda que me dura hasta hoy.


Un día, el ensayo se demoró algo en tiempo, y mi tío y yo apagamos los focos y esperamos a Alaska y su grupo en la puerta del local, dispuesto para cerrar. Cuando ellos subieron las escaleras, Alaska traía una sonrisa angelical que tenía el sabor y la certeza del trabajo bien hecho. Se acercó a mi tío, se apoyó en sus hombros para alzarse de puntillas y le dijo: Nos vamos felices a casa Jose, mañana enviamos la maqueta a las discográficas.


Poco tiempo después Alaska y los Pegamoides lanzaban Bailando y se hacían un nombre en el panorama nacional. Y en los créditos del LP, una dedicatoria especial: para el hombre que con su generosidad arrancó este proyecto, que ha llenado nuestra vida de sonrisas. Mi tía siempre decía que mi tío tenía una mujer, ella, y una amante con la que convivió toda su vida, la música. Y a mí me quedaron grabadas esas sonrisas de la dedicatoria, o más bien, la búsqueda de estas.


Los años pasaron, los negocios de mis padres nos devolvieron a Barcelona, su ciudad natal, y mi época universitaria sirvió además para vivir un proceso de enamoramiento de una ciudad que no recordaba por mi corta edad en la primera etapa vivida allí. Marcada por las letras, estudié filología por las mañanas, mientras pasaba las tardes entre libros y paseos por el Gotic, o en Jaica, el bar de las tertulias literarias. Comprendí en esos años que hay ciudades que se pasean, que se comen o desean, y que hay ciudades que se leen, que son literatura pura, y así era y es Barcelona.


Así que fue inevitable. Unida a otras dos compañeras, justo el día de mi quinto San Jordi en la ciudad condal, fundamos Letras y Miradas, nuestra librería restaurante, un espacio para todos aquellos que, como nosotros, vivían leyendo. Abrir justo ese día la tienda, en una luminosa mañana de abril, con tanta gente en las calles, las flores, la generosidad del regalo envuelto primorosamente, como un secreto bien guardado, arrancó nuestras sonrisas, las primeras que aquella aventura trajo.


Unos meses más tarde, en una tertulia, una poetisa joven era interpelada por un lector, y su respuesta cuadró mi búsqueda ignota, aquella que estaba larvada en mí y que sin saberlo se había convertido en mi razón de ser.


-          ¿Qué espera de un lector de su obra? ¿Qué sensación quiere provocarle?

-          Pues solo una cosa espero, sea cual sea la temática. ¿Ha visto usted a muchas personas terminando un libro, o un pasaje de este?

-          Si, claro.

-          Yo también. Y también soy lectora. Y lo que espero es que el lector, al levantar su mirada y cerrar el libro, se mantenga por un rato ensimismado, con la visión desenfocada, como evocando lo leído, y finalmente sonría.


Ofrecer libros se convirtió esos años en algo mucho más que material, nos alejamos de la parte negocio, nos aferramos a nuestra comunidad de lectores, sorteamos cómo pudimos las crisis, siempre con un escaso margen, mientras éramos plenamente conscientes de que el auge de las pantallas acabaría por convertirnos en un reducto, casi en una reminiscencia del pasado. Gran parte de nuestra subsistencia pasaba por una buena navidad, y un buen San Jordi, nuestro único gran día, hasta que llegó la pandemia, y el horror.


Cuando en febrero empezó a venirse todo abajo, y la amenaza del confinamiento se hizo evidente, comenzamos a pensar en que no había margen de acción. El confinamiento nos abocaría al cese total de la actividad, al cierre. Una tarde nos reunimos para valorar las posibles soluciones, y en cinco minutos vimos como nada valdría, que las ilusiones de estos años se desvanecían. Y en el minuto seis comenzamos a preparar nuestro último San Jordi, nos dispusimos a vencer de forma efímera al dragón, sabiendo que ni aun así podríamos salvar a nuestra librería, a nuestra princesa.


Recopilamos todas las listas de direcciones de correo electrónico que los lectores dejaban cuando hacían pedidos o se apuntaban a las actividades culturales, con sorpresa vimos que teníamos casi veinte mil de ellas, y les escribimos para explicarles la situación. Simple: el proyecto no va a poder seguir adelante, nuestro fondo de obras está a vuestra disposición para San Jordi, descuentos muy especiales para nuestra última remesa de sonrisas.


Nos hacía gracia utilizar las herramientas digitales que tanto daño nos habían hecho para anunciar nuestra última campaña, cruel ironía. Mis socias se marcharon echaron el cierre y yo me quedé dentro, en el altillo del local que se convirtió en mi vivienda desde la apertura y que seguramente también tendría que abandonar.


Veréis. Entre esos miles de destinatarios de nuestros mails había por supuesto actores, periodistas, músicos, escritores, juglares y comerciantes. En los días siguientes, los pedidos y los mensajes de apoyo fueron tales, de tal magnitud, tuvieron tanta repercusión, que pronto nuestra causa se hizo conocida en la ciudad, en el resto del país, y en los pequeños países que habitaban nuestros lectores. Alguien, mi Alaska particular, creo el hashtag #norenuncioamisonrisa, y la gente posaba en redes con el libro en el regazo, y esa mirada acuosa, y la sonrisa provocada por las letras...


Al llegar San Jordi prácticamente no quedaban existencias en la librería, y desde la ventana pude ver cómo los lectores recogían en el mercadito de al lado sus pedidos, los mismos que habían ocupado todos mis días de marzo y abril. Envueltos y con una nota simple. Gracias. Gracias por tu amor a las letras. Gracias por tu sonrisa. No renuncies nunca a ella.


No sé si mañana, cuando el mundo vuelva a abrirse, cuando despertemos de esta pesadilla, existiremos como Letras y Miradas. Si no es así, viviremos en otro proyecto, nos sumergiremos en otra aventura como los personajes de nuestros libros. Pero nunca dejaremos de afrontar el mundo con esa sonrisa que las letras de otros dejan cada día en nuestra puerta, dispuestas para hacer de nuestra vida algo más lindo.


miércoles, 27 de mayo de 2020

REFLEXIONES CONFINADAS

Las 5 claves para la gestión psicológica del confinamiento o ...


Reflexiones Confinadas

 

A veces uno tiene que mojarse. Y no hablo de la playa, ese objeto de deseo tan lejano hoy por hoy, en mitad de esta pandemia. Hablo de dar la cara, de manifestarse. No hablo de madridismo y barcelonismo, si me apuras no hablo de política. Hablo de sentido común. Hablo de necesidades.

 

Miren ustedes, atiendan a algo. Pregunten a quien quieran por los padres de la Constitución. Indaguen sobre su popularidad hoy, cuarenta y dos años después. Les aseguro que, en cualquier encuesta, tienen mayor popularidad que ustedes, tenemos por ellos infinito más respeto que por ustedes. Personas de distinta condición, educación, pelaje y ancestros, que se sentaron y sellaron un documento que ha dado paz y bienestar a nuestra sociedad durante años. En palabras soeces, un comunista, varios fachas, algunos políticos del anterior régimen, socialistas rojales y hasta un catalanista concentrando esfuerzos para sacar adelante una constitución que aportase estabilidad a un país que, quisieran más o menos los españoles, se había quedado huérfano tras una férrea dictadura de tintes tan autoritarios como paternalistas.

 

Si este ejemplo no les hace pensar, si con el mismo no puedo apelar a su sentido común, revisen las hemerotecas y descubrirán que la mayoría de los políticos, cuando ya no están presos de disciplinas de partido, tienden a manifestarse rápidamente de acuerdo en aquellos temas que atañen al día a día de los españoles, de los europeos...

 

Quizá hace falta que ustedes no tengan responsabilidades que indirectamente les entregamos para que puedan pensar con claridad cuál era la finalidad de su actividad, a qué vinieron a la política. Vinieron para servirnos. Vinieron, debieron venir, con la voluntad de conciliar, no de abrir las cicatrices que todos sabíamos que existían, pero que nunca tocábamos, en una suerte de respeto mutuo.

 

Miren una cosa. Hay una generación de españoles que levantó España tras una cruenta guerra intestina. Españoles de cualquier signo y condición, que emprendieron una tarea que cumplieron con creces: entregaron a sus hijos una España mejor, que quería dejar atrás su pasado, sus heridas. De aquella generación apenas quedaban unos pocos, y muchos de ellos han perdido la vida en estas semanas tan desdichadas. A ellos, los primeros, debemos honrarlos cuando podamos salir a la calle. Trabajaron con la duda de saber si volveríamos a ser un país, si dejaríamos atrás el hambre y las estrecheces, y lo consiguieron.

 

Tras esa generación, llegó la generación que se está marchando estos días, que se nos está escapando, joder, que, aunque tapemos el grifo con las manos sin más protección que unos guantes, se escapa entre los dedos, en un goteo incesante. Esos son los de la Constitución, los de los Pactos de la Moncloa, esos son los que han trabajado toda su vida para darnos carreras, futuros, bienestar y derechos. Se van. Y aún en ese último momento, destilan bondad: se van con la angustia de no saber qué será de nosotros tras su marcha. Me pregunto si todos nosotros somos, seremos capaces de honrarlos de la forma que a ellos les haría sentir orgullosos, y que no es otra que estar a su altura. A ellos, cuando todo esto pase, también habrá que honrarlos, en muchas familias habrá que hacerlo desde el dolor de su pérdida, en otras, ojalá, desde la alegría de conservarlos y desde el agradecimiento que surgirá tras estos días de reflexiones confinadas.

 

Señores políticos, me quedan tres grupos más por los que pedirles altura de miras y sentido común.

 

Obviamente hay mucha gente trabajando en la calle, en el campo, expuestos, sin las protecciones necesarias. Hombres y mujeres saliendo cada día a trabajar y volviendo a casa siempre con la incertidumbre y la culpa dentro: ¿estaré infectada? ¿Traeré la desgracia a mi familia? Muchos, muchos de ellos no tienen elección. Han de hacerlo, han de salir a la calle para poder COMER, para poder mantener a sus familias, en una versión nueva de «El amor en los tiempos del cólera». ¿Pueden imaginar lo que piensan en la estación de Metro, en la fábrica, en la farmacia? Creo que no. Pero cuando salgamos, esas personas merecen también su «estoy contigo», su «gracias».

 

Hay muchas razones en las que pensar cuando uno se debate en el cómo salir adelante. Miren, señores políticos de las distintas bancadas: ¿han pensado cómo ha sido el último mes y medio en la vida de cualquier médico, enfermera, auxiliar, celador? Un soldado debe estar preparado para luchar, para disparar, para morir en la batalla si es necesario pero, ¿cuánto hace que no vamos a una guerra masiva, en la que nuestras Fuerzas Armadas tengan que hace uso de sus armas? Yo se lo digo: salvo contadas y por supuesto honrosas y aplaudidas misiones internacionales, hace mucho que no tenemos, por fortuna, que someternos al arbitrio de la dureza bruta. Imaginen entonces por un momento lo que ha sido para nuestro colectivo sanitario enfrentarse a una pandemia así. Claro que en los hospitales se moría gente pero... ¿así? ¿En ese número? ¿En esas condiciones? ¿Alguien puede hacerse una idea del golpe emocional que han sufrido y sufrirán nuestros especialistas en salud? Alguno de ustedes, por desgracia, habrá vivido la crudeza de ver cómo se va un familiar. ¿Imaginan lo que es que todos los días veas caer a esas personas que horas antes te transmitían sus deseos de vivir, sus miedos y sus anhelos? Creo que no consiguen, que no conseguimos, recorrer del todo el camino de la empatía con esas personas humanas que luchan cada día para sortear fatales desenlaces. Los abandonamos a su suerte. Abandonamos la protección de lo único que realmente importa: proteger la vida. Ustedes y nosotros, sus votantes, hemos permitido que el sistema se depauperase, confiando en la bonhomía del colectivo. Pero ellos, en una crisis así, se han visto finalmente desbordados. ¿Podemos imaginar lo que es para una persona con esa vocación por salvar vidas, tener que llamar cada día a varias familias para anunciar un deceso? Yo, sinceramente, creo que no. Les llamamos héroes, pero les fallamos. Ojalá no lo hagamos de aquí en adelante, y les apoyemos en una vuelta a la normalidad que ya nunca, nunca, será como antes.

 

Pero, sin duda alguna, si ustedes quieren desandar lo andado y ayudarnos a recuperar la esperanza en el futuro, si a alguien le debemos, no solo ustedes, esa obligación, es a la generación que está hoy confinada en casa, jóvenes y niños que asisten inquietos en esta coyuntura, con miedos que les pasarán factura. A ellos les contamos que nuestros padres lucharon por un mundo mejor, personas que con ideologías muy distintas supieron aunar, ceder, crear espacios de entendimiento. ¿Podemos ofrecerles a nuestros hijos y nietos algo así? ¿Podremos concentrarnos en devolver a los jóvenes lo que nuestros padres y abuelos si supieron construir para nosotros?

 

Siento tener que terminar así esta reflexión que al fin explotó en letras ordenadas, pero hoy, a día de hoy, pese al horror, no veo esa intención de reflexionar.

 

Por eso quería pedírselo. Por favor, sentido común, altura de miras. Servicio público. Sin nuestros representantes. Pongan las bases para salir de esta ignominia.