viernes, 11 de diciembre de 2015

DETALLES


Pues claro que sí. Los polos opuestos se atraen. Los antónimos se complementan, completan la gama, te llevan del blanco al negro. Lo diferente es lo que te sorprende y te llega. Olvidémoslo todo. Menos los detalles

DETALLES

Yo viajaba mucho. Bueno, en realidad no viajaba tanto. En realidad lo que ocurría era que en la empresa salían los listados de destinos y yo me apuntaba enseguida a alguno. Y al llegar a esos destinos, sentía un poco lo mismo que se siente cuando conoces a un nuevo grupo de amigos, o cuando comienza una comunidad de vecinos en una nueva urbanización, o como cuando de pequeño iba al cole el primer día con los lápices puntiagudos y relucientes, y los cuadernos con las hojas inmaculadas esperaban mis letras. Sentía, al llegar al destino, que todo era nuevo, que todo comenzaba de cero, que todo eran nuevas aventuras, nuevos aprendizajes, nuevas vivencias.

Acababa de volver de Viena, donde un proyecto de un año me había permitido conocer más una de las cunas de la vieja Europa, con aroma a imperio trasnochado en sus callejas adoquinadas y encajonadas entre palacetes de aires regios. En sólo un año había quedado prendado de esa ciudad y de sus gentes, de la música en la calle y del carácter de ciudad abierta día y noche, tan extrañamente parecida en algunas cosas a mi Barcelona natal. Allí se había quedado también Leonie, una austriaca opulenta y extraordinariamente divertida que me había enseñado todos los night-clubs de la ciudad, amén de darme cobijo bajo su edredón, en noches que más bien eran madrugadas en las que nos amábamos casi inconscientes tras soberbias borracheras. Leonie me acompañó al aeropuerto, me besó de forma ardiente, por última vez, me dijo, y se dio media vuelta sin mirar atrás, poniendo punto y final a nuestra historia sin lágrimas ni remordimientos. Leonie era, es, e imagino que seguirá siendo en el futuro un alma libre, incapaz para el compromiso, como lo era yo.

Acababa de volver de Viena, y Barcelona me recibía fría, bajo una niebla mezcla de humedad y contaminación, y al contrario que otras veces, no encontré consuelo ni resguardo ni en mi casa. Quizá tanto tiempo fuera, de un lado para otro, conociendo otros mundos, hacía que cada vuelta fuese más difícil, que me resultase más complicado hacer una rutina que ya no sabía hacer, y que se me antojaba contrapuesta a mis comienzos de nuevas vidas en otros lugares. Todo, todo, es mucho más fácil cuando empiezas. Y así, a la mañana siguiente, ya estaba en el despacho de arquitectura, apuntando los nuevos destinos ofertados, deseando volar a otro lugar, devorar kilómetros, echar tierra de por medio, tener la posibilidad de escribir un nuevo cuaderno. Y entonces escogí Ibiza. Y, sin saberlo, te escogí a ti.

Tú me recibiste en el aeropuerto, y como Ibiza en sí, me recibiste fresca pero enigmática, alegre pero comedida, muy metida en tu papel de anfitriona, pero sin salirte de un rol que parecía que te habías prefijado. Me dio la sensación de que la primera premisa que tenía ese papel era: lo que sea, pero no te enamores de un desconocido que baja de un avión en busca del paraíso.

Tanit me dejó en el hotel, y los primeros días me recogía para ir a recorrer varios proyectos que el despacho tenía en la isla: carreteras, un centro comercial, varios trabajos menores y la joya de la corona: la nueva Marina del puerto, un complejo extraordinario que cambiaría el pintoresco enclave pesquero por un embarcadero que atraería nuevos amarres y puestos de trabajo a la zona. Mientras trabajábamos me di cuenta de que Tanit odiaba el proyecto, que odiaba lo que hacía. Profundamente ibicenca, la llegada de tanta parafernalia, de tanto ruido y gente a su paraíso, la irritaba profundamente. Aunque asumía que era imparable, no compartía ese destino para su lugar en el mundo. Y, obviamente, poco a poco, yo también fui odiando ese proyecto, ese destrozo, ese aplastamiento que a veces el progreso hace sobre las tradiciones y la cultura de un lugar.

No tengo que decir que me sentía atraído por Tanit. Su trato conmigo era educado, pero sobre todo era entregado: me hacía sentir involuntariamente cuidado, atendido, agasajado y, por qué no decirlo, me hacía sentir querido. Me llevaba por las tardes a recorrer la isla, en coche, en bici, corriendo, buceando, y luego cenábamos en restaurantes exóticos que a veces parecían hechos solo para nosotros, y también que, al marcharnos, los recogerían y guardarían en algún almacén, para sacarlos solo para dar de cenar a gente como nosotros, a gente que escribe en hojas en blanco de cuadernos a estrenar.

Una noche me llevó al hotel, venía riéndose de mí, me echaba en cara que llevase tres meses viviendo allí, y que aun sabiendo que el proyecto sería largo, no hubiese hecho ni el intento de buscar una casa de alquiler. Eres un pájaro sin nido, me espetaba, sonriendo.

Al marcharse ese día me dio un beso pequeño en la boca. Sus labios vibraban, podía sentir los latidos de su corazón en ellos.

Al día siguiente trajo una revista de una inmobiliaria local, y esa tarde cerré el alquiler de un pequeño y coqueto bungalow frente a la cala opuesta a la marina. No volvió a besarme, pero todos los días traía algo a casa, un adorno, servilletas de papel de colores, unos cojines de Ikea, un felpudo de fibras verdes para la terraza. Salíamos a cenar, y me preguntaba por mi vida, por mis viajes, por los otros destinos, por las mujeres y hombres de otros lugares... Tanit era el detalle hecho persona. No había nadie, no existía nadie más que yo cuando ella me escuchaba.

Una noche al volver a casa me preguntó qué cosas tenía en la nevera. Yogures, bolsas de ensalada y cerveza, la dije. Se reía. A carcajadas. Y lloró de risa cuando la dije que no había encendido nunca la cocina.

++++++++++++++++++++

Es domingo. Lo sé porque no ha sonado el despertador y debe ser tarde porque el calor de fuera empieza a invadir mi dormitorio. Me levanto para buscar el mando del aire y escucho unos golpes en la puerta. Es Tanit. Con una bolsa enorme.

En un viaje a Japón pude ver de cerca una ceremonia del té. Me hechizó la atmósfera, lo gestual, el gusto por el detalle, por cuidar hasta la parte más insignificante del ceremonial. Cuando Tanit abrió la bolsa y empezó a sacar cosas, ese recuerdo oriental vino a mí, de inmediato. Porque Tanit va sacando recipientes grandes y pequeños, y los va alineando en la encimera, mientras me explica.

Tanit va a hacer un Sofrit Pagés, un plato típico del interior de la isla, de los moradores más antiguos. En un recipiente trae el cordero, en otro el pollo, y en los recipientes más pequeños, sal, comino, almendras, patatas, sobrasada... Y aunque la cocina no es suya, rápido se hace con ella, y mientras cocina abre un vino un olor penetrante inunda esa casa que diez minutos antes me parecía tan insulsa.

Tanit habla, sonríe, sofríe, me mira a los ojos y sin más ni más comienza a desnudarme, y Tanit me hace el amor, delicada, detallista, ordenada como ese montón de recipientes en los que ha traído todo lo que hace que el plato, después de ese sexo iniciático, esté delicioso, y se grabe en mi memoria como un manjar inolvidable.

Los meses que siguieron fueron meses de felicidad intensa, malsana, descreída. Prolongué mi estancia, pasé de un proyecto a otro, me mantuve en esa casa que parecía la casa que nunca tuve y amé a Tanit con profundidad. Sin ambages.

Y pasó el tiempo. Y salió un proyecto en Islandia. Y me atrajo el frío. Al principio iba y volvía con Tanit, luego poco a poco perdí mi sitio, seguramente no quise verme, no quise mirarme ni entenderme, no quise pararme. Y Tanit se cansó de mis viajes, y sin dejar de querernos nos dejamos, se acabó. Unos años más tarde Tanit se enamoró de una mujer, se despojó como solo las valientes saben de prejuicios y se agarró a un amor que aun hoy perdura. De vez en cuando yo vuelvo a Ibiza, o ellas vienen a verme allá donde esté escribiendo un cuaderno nuevo. Cuando voy, ella prepara Sofrit Pagés para mí, y al entrar en su casa siento que es la única casa que es mía aunque no haya vivido nunca en ella, aunque sea de ellas. Siento que Tanit es mi casa.

Y así, cuando alguien agarre todos los cuadernos que han conformado mi vida, encontraran que de título de uno de ellos vendrá algo así:

Tanit. La importancia de los pequeños detalles.

viernes, 6 de noviembre de 2015

ESAS TECNOLOGIAS


Esas tecnologías que a veces son tan molestas, tan entrometidas, que han venido a robar nuestros sueños y a hacer olvidar libros y discos, son a veces sensibles, son a veces tiernas, son, por una vez, el principio de todo lo que realmente importa

 

ESAS TECNOLOGÍAS...

Estoy cansada, triste y enfadada, una malísima combinación. Pero como me conozco, poco a poco me he ido retirando de las conversaciones de los demás, me he metido en mi mundo interior, y estoy esperando que mi tormenta pase.

Estoy cansada porque los días son largos y traen mucha tarea. Cansa pensar qué haremos de cena, si hay que parar a comprar en Mercadona. Cansan los uniformes con sus manchas, las extra escolares, cansa mirar si hoy por fin llegaron las zapatillas de fútbol a Decathlon...

Estoy triste porque el agua de la piscina ya está fría, pese a la cúpula que compramos el año pasado. Me encantaba llegar tarde y poder bañarme casi a oscuras, en una suerte de verano sin fin, estirando mi época preferida del año.

Y estoy enfadada porque a veces una no puede evitarlo, y se enfada con el mundo de cerca y con el mundo de lejos, y se molesta con las intrigas de la oficina, y con los niños y el padre y el padre y los niños, y lo que te digo, que esos días es mejor medio borrarse, dejar que pase la tormenta, nuestra propia tormenta.

Antes de acostarme, reviso el teléfono con las últimas noticias, mails, whattsapp, fb, etc. y veo una notificación de Linkedin de un contacto al que he aceptado hace un rato. En una sola frase, el tío me comenta la alegría que le da estar conectados y me sugiere quedar para conocernos mejor. ¿Perdona? Me aseguro de que es un contacto de Linkedin y no uno de esos ex novios nostálgicos del año mil que de repente te recuerdan y te cambiarían por todo lo que tienen desde el Facebook. No. Es un contacto de Linkedin. El tío no ha debido de entender que esto no es el meetic. Dudo un poco en si mandarlo a la mierda pero recuerdo que estoy cansada, triste y enfadada y que va a ser mejor apagar y dormir con la esperanza de agarrar un dulce sueño. Click.

+++++++++

En otra parte de la ciudad, esta mañana, una mañana más, una sola mujer sola recibe una notificación por Tinder. Ella pensará que es una más, la verdad es que ayer mismo estuvo a punto de borrar la aplicación, se sentía extraña.

Extraña la soledad, extraña el contacto con otro que no es el otro de siempre, el inolvidable. Cuando algo es impuesto, cuando la decisión de la ruptura es sólo del otro, te sientes más extraña aún. Te extrañas hasta de ti, pierdes pie, no sabes en cierta medida quién eres. De repente es como si no tuvieses sitio en el mundo, como si se te hubiese pasado la vez en la tienda. Desubicada sin más.

Por eso cuando alguien le contó Tinder dudó al principio, y seguramente esas mismas dudas se confirmaron en los primeros contactos. Otros desubicados, gente con poco que ofrecer o que ofrece solo inmediatez y aquí y ahora con descaro. Por eso su sensibilidad se siente extraña. Y está a punto de desechar la notificación pero esta vez la abre y ¡¡¡Chas!!! Sorpresa.

La notificación es de una persona. Una persona delicada, exigente, envolvente, y la extrañeza inicial se desvanece poco a poco, la desconfianza se descongela, y ella se  zambulle de lleno en esa mágica espiral de pasión por lo y el desconocido. Y en él de repente se encuentra a ella, se reencuentra mejorada, vital y fresca. Ella encuentra identidad, encuentra cosas que desea contar a sus amigos, desempolva su risa...resurge. Y eso que sabe que estuvo a punto de darle a NO en su pantalla.

Una noche días más tarde ambas cuentan su historia cenando con amigos. Yo estoy presente. Y me encanta ver como las tecnologías nos aíslan y nos acercan, celebro ver que pese a que todo tiene un fin comercial, algunas aplicaciones nos ofrecen oportunidades.

Mientras las escucho, a ambas, bloqueo desde el móvil de la primera al inútil contacto de linkedin, mientras que desde el de la segunda mando un beso y un me acuerdo de ti mientras le cuento a mis amigos como eres, al príncipe azul que apareció en la vida de mi amiga en una mañana que parecía que sería una más.

viernes, 18 de septiembre de 2015

AUNQUE TÚ NO LO SEPAS


Antes la noche ponía unos puntos suspensivos en la actividad. La vida se iba por un rato a dormir, enfundada en un pijama común. Hoy no. Esta aldea global ya no se acuesta a la misma hora, y por eso, mientras yo duermo, aunque no lo sepa, están pasando cosas. Las sabré por la mañana. Porque eso sí, todos al final dormimos. Y todos, más tarde o más temprano, al final nos levantamos.



Querría escribir. Querría comunicarme, hacerlo de la forma que mejor sé hacer: tecleando pensamientos, desgranando espigas de letras que conforman una historia. Pero a veces uno quiere, uno desea, y nada concreto llega.

Fui a buscar inspiración a lugares anteriormente frecuentados, hice cuarenta o cincuenta largos en la piscina, concentrándome no en mi estilo sino en mis pensamientos, en mis voces interiores. Inicié diez o veinte historias que no pude concluir, y después de todo eso, después de kilómetros de running y de insomnio, tuve que rendirme a la evidencia: no había letras, no podía comunicar. Y el blog, mi blog, languideció.

Poco a poco las visitas decayeron, sin nuevo material la gente, mis lectores, abandonaron ese refugio donde crecían antes mis letras.

Lo que más me dolía es que me había acostumbrado a sus visitas, a sus comentarios, a avisarlos por whattsapp y Twitter de la publicación de un nuevo relato. Me había quedado colgado de sus palabras de apoyo, de sus Me gusta, del calor que sentía gracias a ellos. Quería escribir y no salía nada. Y echaba de menos ese contacto.

Delante del ordenador en la terraza, tarde ya, a punto de cerrar el día, de repente de la tele encendida a modo de acompañamiento parten unos acordes que me recuerdan algo. Clara Lago canta Aunque tú no lo sepas, y lo hace de un modo tan íntimo y personal que parece que me canta a mí, ¡perdón, qué locura! No que me canta a mí, pero sí que me deja un mensaje, una señal.

Antes de terminar la canción cambio mi estado del Whatsapp, No me cansaré nunca de escuchar Aunque tú no lo sepas, escribo. El estado se actualiza, apago el móvil, me meto en la cama. Duermo.

Un rato más tarde, en otra esquina de la ciudad, Idaira examina su móvil, avanza con el dedo por su lista de contactos buscando el nombre de su ex. Idaira no va a escribirle, sólo quiere saber, y a veces los estados y las fotos de las redes hablan mucho, dicen mucho. Ella no va a escribirle, ni tan siquiera quiere saber cosas que la hagan daño, pero no puede resistirlo: cuando el dolor de la perdida es tan fuerte, cuando la soledad la come como hoy, sola en casa, se pregunta qué hará el, si estará con otra, y si la manda, como la hacía a ella, mensajes dentro de un estado, sutiles palabras en el código de dos enamorados. Ella no quiere hablar, no va a escribirle, pero necesita saber, y avanza entre los contactos hasta llegar al suyo, más para su alivio permanece la misma foto y el mismo estado anodino de hace unas semanas. Y antes de cerrar la aplicación, justo al lado en la lista, encuentra mi estado, rememora la canción, abre Spotify y la pincha. Y dos lágrimas gordas que nadie va a impedir que se desprendan caen por sus mejillas mientras me escribe un mensaje: ¡Qué cabrón eres! O lo mismo soy yo que estoy muy tonta, pero me has hecho emocionarme y eso sin que me envíes uno de esos relatos tuyos tan deliciosos. Un beso campeón.

En otra ciudad, lejos, Bárbara ha conseguido lo que buscaba. Hoy casi todo está en la red, y buceando, ella ha encontrado mi número de teléfono. No hay un interés malsano en ello, seguramente Bárbara nunca me llamará, pero yo soy ese chico que llegó un verano a su vida y que la dejó un trocito de su corazón mientras la robaba un cachito del suyo. Esos recuerdos se medio olvidan con los años, se aviejan y normalmente se pierden, pero otras veces quedan ahí, y en algún momento afloran. Todos hemos pensado alguna vez qué habrá sido de tal o cual amigo, de aquel amor, de aquellas vacaciones... Bárbara no es una extraterrestre, y justo hoy encuentra mi teléfono, y me graba, y lee mi estado. Yo creo que como en la canción, Aunque yo no lo sepa, ella me piensa, me da un abrazo imaginario. No llamará ni esta noche ni nunca, quizá porque es consciente de que no es ni soy ni somos lo que fuimos, y es más bonito revivir el recuerdo que una realidad forzada.

Sonia me escribe nada más leer el estado. Me manda otra versión de la canción, tuitea el título y lo comparte en otras redes, y Aunque tú no lo sepas se convierte esa noche, mientras duermo, en la canción más escuchada si eso pudiese medirse así como así. Porque Sonia es Sonia la de las redes, y muchas de sus cosas se hacen vírales, y ella tan contenta, y me escribe para contarme los recuerdos que tiene de esta canción, de cuando abríamos la vida los viernes por la tarde y la bailábamos por el sábado para devolverla a casa los domingos.

Es curioso porque la letra de esa canción me recuerda a ese amor que pudo haber sido y no fue, a ese que pica pese al paso del tiempo, el que te reconoce un amigo una noche tras todas las copas, el que de ser tan cierto dio miedo y tras alejarse no pudo recuperar. A esos amores todos podríamos cantarles una canción que empezase como empieza ésta: Aunque tú no lo sepas.

Y así, sin querer, pasa la noche y yo enciendo el móvil al despertarme. Y aunque yo no lo sepa, todo esto ha ocurrido en mi ausencia, y me sirve para, por fin, escribir, escribiros, me permite contar una historia con varias historias dentro. Aunque eso sí, tu, tu aún no lo sepas.

lunes, 4 de mayo de 2015

TOSCANA

Supongo que todos hemos hecho alguna vez un viaje que marcó nuestras vidas. Algunos lugares estaban antes de que tu estuvieses en ellos, pero parece que te esperaban, parece que están diseñados para enamorarte, para arrancarte una sonrisa, un suspiro, una lágrima. Algunos lugares que no conoces son más tuyos que las calles por las que normalmente transcurre tu vida.

Todo eso es cierto, pero algunos lugares son además así por la persona que te acompaña en ellos, por la persona con la que los compartes. La magia se puede romper mañana, o pronto o nunca. Pero lo que uno ya ha vivido, eso ya no lo rompe nadie.



TOSCANA

 

El sol de última hora de la tarde lanza rayos dorados que quedan enganchados en las tierras de faena, entre las hileras de cipreses, en los manteles blancos prendidos con pinzas en las cuerdas, manteles que desean secarse cuanto antes para volver a ser colocados en las mesas allí en la plaza, en la enoteca Molesini.

 

Entre las calles estrechas la canícula va desfalleciendo, y de los campos cercanos al lago nos llegan sorteando recovecos de piedra olores a lavanda, a paja empacada, a humedad, a campo abierto, a Toscana pura.

 

Comienzan a abrir los puestos de artesanos, los niños de varias nacionalidades forman con sus voces una pequeña Babel, el camarero me sirve un Avignonesi con una mini bruschetta con tomate y orégano y un grupo de chicas con vestidos vaporosos contribuyen a dar un aire festivo al conjunto que observo desde mi sitio junto a la puerta.

 

Marco, el joven camarero de Molesini, sale a fumar un cigarro y se sienta en mi mesa. Hablamos del campo, de las ragazzas, de la última cosecha en Montalcino y de una receta de salsa especial que según él le hará rico y le permitirá marcharse de Cortona para ir a vivir a Florencia o a Milán.

 

Le miro y sonrío. Ojalá encontrara yo también esa receta que me permitiera abandonar Madrid para quedarme definitivamente en esta plaza, con esos niños, y quizá con alguno mío que engrosara sus filas, al que chillarle que no baje tan rápido las escaleras del ayuntamiento, o que no les levante las faldas a las muchachas. Marco no me entiende, dá la última calada al cigarro y me dice que soy un español loco.

 

La hora de la cena llega antes que yo al Melone y Roberta me espera enfadada, ya con los manteles en las mesas y con su uniforme blanco resplandeciente, tanto como su sonrisa mientras me pide que vaya a buscarte.

 

Al abrir la puerta sales del baño con el vestido rojo con el que te pareces a la de desayuno con diamantes, hueles a flores que parecen recogidas en el jardín de la finca y llevas el color dorado del sol  que has atrapado hoy en la piscina de Oberdam. Y vuelvo a pensar en la receta mágica que me haga repetir para tí este momento, el momento en el que más feliz y tranquila te he visto en mi vida. Bajo el sol de nuestra Toscana.

domingo, 5 de abril de 2015

EL SUEÑO DE PACO

Es obvio que cuando las cosas te cogen cerca se sienten más, se interiorizan. Y yo creo que las personas que escribimos tenemos una obligación: la de contar lo que otros han pasado, la de hacer de exorcistas. Con una idea en la cabeza: la de que este relato sirva en cierta manera para cerrar una etapa. Para que Paco tenga, al fin, otros sueños.

 
 
 
 
EL SUEÑO DE PACO


Paco hace cuentas mientras toma una cerveza con limón. Desgraciadamente la mayoría de las veces que las personas echamos cuentas es porque los números no cuadran. Contamos dinero virtual, pero en realidad bajo esos números se aloja la angustia, la desazón, la inquietud y a veces hasta el miedo.

 Paco no fuma pero hoy fumaría. Sale a la micro terraza de su mini casa y se apoya en la barandilla, meditabundo. Es reflexivo, es cabal Paco, no se ha tirado ni una vez en su vida sin paracaídas. Se debate, se rebate, los números y las razones parecen escaparse por un segundo. Da la espalda a la vista de la calle y contempla el interior del salón, ahora ridículamente invadido por una cama de matrimonio. Por un segundo, sonríe ante su propia locura, ante su propia osadía. Y entonces decide que las cuentas no cuentan con los hermanos, con los padres, con los amigos. Que las cuentas no saben de pasiones ni entregas ni de abnegaciones ni devociones. Paco va a lanzarse, pero hoy, antes, entra en el salón y se prepara para dormir.

 +++++++++++++++

 El día anterior por la mañana comenzó pronto. Suena el telefonillo y su hermano aparece en la puerta, gruñendo, mascullando. Entre los dos comienzan a retirar cosas del salón, la mesa, las sillas, el aparador...El hueco, el vacío dejado es ocupado por la cama que estaba en la otra habitación de la casa. Al terminar, ambos contemplan el aspecto de la sala y el hermano masculla: No va a funcionar. Paco calla un momento. Sabe que no pero... ¿y si?

 +++++++++++++++

 El aroma del café recién hecho llena la minúscula cocina-pasillo donde Paco ha colocado tres sillas. Suena la puerta, él se muerde de nuevo el labio, dibuja una sonrisa y abre la puerta. Las psicólogas entran, no quieren sentarse, quieren ver la casa. Paco les enseña la habitación, su habitación vacía. A ellas las gusta, y él se ilusiona. El baño, la cocina, y por último el salón/habitación. Ellas se miran, al principio como confundidas, hasta que una de ellas rompe el silencio.

 - Paco, esto no es una habitación. Es el salón. Si quieres iniciar un proceso de adopción, necesitas dos habitaciones, una para el futuro adoptado y otra para ti. Y un salón o un cuarto donde pueda jugar, hacer los deberes, ver la tele, hacer vida familiar.

 
Paco baja la cabeza, espera el golpe, lo encaja antes de que llegue. Lo entiende.

 - Paco, estás capacitado para el proceso, pero necesitas otra casa, un hogar que acoja al crío. Aguantaremos la decisión hasta que la tengas o desistas. Buenas tardes.

 ++++++++++++++

 Cuatro días después suena el telefonillo, y el padre de Paco aparece, gruñendo, mascullando. Abajo, en la calle, el hermano y un amigo gruñen, mascullan, la furgoneta alquilada abierta. Comienza la mudanza. Esa misma noche al cerrar por última vez la puerta de su primera casa, Paco siente como si la traicionara, como si la abandonase por perseguir un sueño. Durante la noche, tumbado en la cama que dos noches antes estaba en una habitación, anoche estaba en un salón, y hoy es el único mueble de una nueva morada, Paco siente el pinchazo de la pena, la quemazón de la incertidumbre, y el nerviosismo de la espera.

 ++++++++++++++++

 Un mes después, un mes como un año, como una década, Paco tiene los papeles en regla. El último esfuerzo, pedir a los amigos una pequeña aportación para pagar la sangrante traducción al idioma del país donante de todo el expediente a enviar. Y es que las cuentas, frías como casi siempre, no habían terminado nunca de cuadrar.

 La funcionaria sella el abultado sobre con los documentos, y lo deposita en una valija. Así, sin más, comienza una espera que inunda la vida de Paco, que momentáneamente la paraliza, la subyuga.

 +++++++++++++++++

 "Estimado Sr. Paco:

 La legislación, el régimen de regulación de adopciones en nuestro país ha cambiado, y ya no autoriza llevar adelante procesos de adopción a familias monoparentales. Atentamente..."

 ++++++++++++++++++

 Paco tiene un gato. Y por una razón justa pero misteriosa el gato adora a Paco. Las cuentas salieron, salieron bien, desafiaron a todo, se ajustaron. Los amigos, los padres, el hermano...todos están, siguen. Y sigue la cama, la que viajó, la que tuvo tres habitaciones en tres días.

 Pero cada vez que un padre o una madre hacen daño a sus hijos, cada vez que escucho cosas atroces que ocurren en el mundo y ocurren muchas, no puedo evitar pensar porqué Paco tiene que tener un gato, y no un precioso loco bajito.

lunes, 23 de febrero de 2015

CARTA DE AMOR DE ROMPETECHOS


Creo que todos tuvimos ese amor que revolucionó nuestras vidas, ese que se vive intensamente, el que parece dispuesto a no morir nunca y que al final a veces de forma inexplicable se volatiliza de forma abrupta, dejando en uno o en ambos un sufrimiento inconmensurable, una incomprensión extrema y duradera. En esa disyuntiva angustiosa sueles tener, como casi siempre, dos opciones en la vida. Una es olvidar. Todo. Entero. Tragarlo. La otra es negarse a hacerlo. Y aprender a vivir con ello. Todos tenemos a alguien que pudo haber sido y no fue. Aunque te parezcas a Rompetechos.

 
CARTA DE AMOR DE ROMPETECHOS


Quizá sufras amnesia, uno de esos episodios que se producen tras un trauma importante, y que son más propios de las películas malas de mediodía, esas que sólo aportan angustia.

Bueno, mejor aún, quizás...quizás has ido a una sesión de hipnosis, una de esas de las que ofrecen dejar de fumar en una sesión, o que van a descubrir lo mejor y lo peor de ti para que te quieras mucho más y eso te haga más fuerte.

Espera, espera... A lo mejor, puestos a elucubrar, a lo mejor el problema está en mí. Quizá todo lo que pasó no pasó. Quizá me he tirado años soñando esta historia, una noche
y otra también el mismo sueño, las mismas vivencias, y las he hecho mías, las he interiorizado. Quizás es eso, quizá he somatizado mi deseo de tenerte, mi anhelo de tenerte.

Pues no. No te digo yo que no se olviden cosas, no te digo que siendo como soy no haya olvidado algún nombre, alguna calle, o cuándo ganó el Madrid la última Liga... No te digo yo que si no me hago una lista de las cosas que hay que comprar en el híper no se me vayan a olvidar la mitad, o al menos la más necesaria. A veces he ido a por algo en concreto y he comprado de todo menos eso. Me he dejado mis gafas de culo de vaso en probadores de tiendas, en cines y por encima de las mesas de muchos bares mientras tomaba el aperitivo, he llamado cien veces Carlos a un tipo
supereducado de la oficina que se llama, ya confirmado, Juan. He prometido asistir mañana a la firma de libros de una amiga escritora y me he presentado pasado mañana en una librería casi vacía...

Soy un charlatán, un contador de cuentos y de estrellas, un mindundi, un tipo de corazón caliente y mente dispersa. Ya te he dicho que soy miope y las canas que me invadieron hace dos años se están retirando para no dejar nada en mi absurda cabeza de chorlito.

Soy un papanatas y un
soplagaitas, un místico trasnochado, un pedazo de friki que se disfrazaba en la movida madrileña, y posiblemente me he pasado de todo, y por eso ahora en esta bola de billar que tengo por cabeza apenas queda esperanza para albergar grandes ideas, apenas conservo ya esa chispa juvenil, y he pasado por ese camino que otros pasan, y en el que comienzas siendo el rey, o al menos, el príncipe de tu micromundo, para convertirte en un lacayo del mundo de verdad, con sus corsés y sus clichés.

He pasado por todo eso. Soy hoy lo que soy. Y me ha tocado aceptarme como soy. Aceptar que no se puede ganar siempre. Aceptar que en la vida siempre tendrás al menos un enemigo que quiere morderte. Comprender que la edad es inexorable y que deteriora tu condición....

Soy el tipo de las gafas de culo de vaso, tengo mil defectos y pequeñas virtudes sin importancia, y además ya me he rendido y apenas tengo fuerzas para cambiar mi destino, para influir en el mismo.

Si, soy todo eso pero...¿sabes? Yo no he sufrido amnesia. Y sí que he ido al terapeuta, bueno, en realidad no he dejado nunca de ir desde que en el colegio me pusieron Rompetechos y me jorobaron la existencia, pero mi terapeuta nunca me ha pedido que olvide, que pase página. Me ha pedido otras cosas. Pero nunca me ha pedido que te olvide, ni que olvide lo que pasó. Y si lo hubiese hecho, si me lo hubiese pedido, aún con la excusa de que eso mejoraría mi salud mental, me habría negado en rotundo a hacerlo. Puedo haber aprendido a no ganar siempre. Puedo haber aprendido algo sobre cómo querer a ese tío feo que veo cuando me enfrento al espejo. Lo mismo hasta he aprendido a ser otro en mí. Pero reitero, no he aprendido a olvidarte, ni a olvidar lo que pasó. Y por eso hoy te escribo esta carta. Te escribo para decirte que lo que se vive con intensidad, con arrobo, sin respiración, eso no se olvida. Te escribo para decirte que puedes refugiarte en tu amnesia o en los resortes que hayas aprendido, que puede que eso sea hoy para ti lo mejor. Es posible que hasta los fuegos eternos sean un día ceniza. Es posible que hayas sido capaz de minimizar una realidad, o incluso es posible que el tiempo haya deformado algunas partes como las películas antiguas que se guardaban en latas.

Me da igual. Es más, debería permanecer callado. Debería observar impertérrito cómo parece que no viviste ese momento.

Puedes, pues,
continuar negándonos. Yo no lo haré. No haré eso con mis recuerdos. No viviré en ellos, pero no los negaré.

Soy miope, torpe, charlatán y ahora también soy un calvito nostálgico. Pero no niego que
nos amamos. Como si no existiese un mañana. Y no. No lo olvidaré.

 

 

jueves, 5 de febrero de 2015

EL CAMINO DE LOS INGLESES


El más moreno parece el más perjudicado, el menos sano. La piel está curtida por el sol y el viento, por las inclemencias, por los excesos. Es cobriza, parece quebradiza como el hojaldre, como si pudieras apretarla y fuera a romperse, dejando el camino libre hacia sus vísceras.

El otro es pálido, no es blanco, es ceniza, es del color que queda en la chimenea que se ha consumido durante la noche. Los ojos son dos cavernas con dos puntitos brillantes, vivos. Lo único que realmente parece vivo.

Los dos están sentados en sendas sillas de ruedas, y se apoyan en el plástico desvencijado que conforman sus reposabrazos. En ambos casos, junto a las ruedas, hoy, y todos los días cuando los observo, descansan sendos cartones de vino barato.

Hoy hablan, gesticulan animadamente, incluso se ríen. Y yo siento una curiosidad insana. Y es que desde mi coche, tras dejar a mis niñas en el cole, quiero todos los días comprender cómo alguien llega a esos extremos, hasta qué punto puede descarrilarse una vida. Desde mi aparente bienestar, trato de imaginar las vidas de los que todos los días surcan esa suerte de camino de los ingleses que duermen y malviven en el albergue del ayuntamiento.

Todos los días, al observarlos, un escalofrío me recorre. Y pienso que me gustaría saber qué los llevó hasta allí. Para asegurarme de no hacerlo

EL CAMINO DE LOS INGLESES

He vuelto a despertarme con la cama mojada de mi propio orín, pero el caso es que ya ni siquiera me importa eso. He aprendido a no preguntarme, a no justificarme. He aprendido a rendirme, sin más. Por eso me da igual estar meado que no, me da igual.

La asistente social que ayuda a los más inválidos se acerca a mi cama, y me riñe. Ella interpreta que esto tendrá algún efecto sobre mí, piensa que si me riñe no me acostaré cada noche sin conocerme, sin ser yo en mí. Ella no sabe que ya no soy, que ya no cambiaré, y que prefiero no saber ni cómo consigo tumbarme en esa cama al terminar el día.

Sólo quiero tener algo de dinero a diario para poder beber, para poder comprar mi vino y mis latas de cerveza en la bodega más próxima al albergue. Quiero salir, ir con Paco hasta allí, comprar y volver a la puerta, a esperar que de nuevo pase el día y abran y duerma y mañana vuelva a hacer el camino. Lo demás no importa, ya no está, ya no duele. He traspasado la barrera, no hay ni retorno ni remordimiento, sólo esta rutina que no duele porque es insípida, que no es sufrida porque no tiene otras vicisitudes adversas que las de los dos días a final de mes que no tengo para ir a comprar.

Paco está igual, por eso nos llevamos bien. No hace preguntas incómodas, está poco rato callado y siempre tiene chistes nuevos que me cuenta hasta que se hacen viejos. Hasta ese momento, cada vez que los cuenta nos descojonamos, lloramos de risa.

Tampoco él quiere hablar de su historia, de su vida. Si algún día lo hace es para contarme algún recuerdo bonito, algo referido como esporádico, destellos de otra vida que algún día se malogró. En algunas mañanas frías a veces nos miramos y los ojos se cuentan casi todo: somos indigencia, el final de una cadena. Dos tipos en silla de ruedas, dos minusválidos de la vida, dos mierdas. Pero en ese momento, tras esa mirada, Paco se marca su último chiste, y volvemos a partirnos de risa.

Nunca hay silencios largos, ambos los rehuimos. El silencio acerca hasta nuestras sillas el pasado que olvidamos, los recuerdos de seres queridos que queremos obviar. El silencio es a veces pasado y otras es una parada que te obliga a pensar en un futuro que no queremos conocer, o que ya conocemos.

El autobús que nos lleva todas las mañanas a ninguna parte aparca como siempre a las puertas del centro, con su cartel de transporte gratuito. Lo pusieron hace unos meses, y aunque no lo reconocen, lo pusieron para obligarnos a no estar en la puerta todo el día, pegados a la puerta del centro, con todos los conductores que nos observan curiosos cuando les coge el disco rojo del semáforo. Hasta modificaron la acera para que cupiese, y de paso nos quitaron nuestro solárium, como lo llamaba de coña Paco. Así que todos los días llega, y se lleva a todos los indigentes menos a estos dos tullidos a los que han permitido que opten por quedarse en la puerta a ver la vida pasar.

Y allí estamos, como cada mañana, esperando a que el autobús eche un poco marcha atrás para salir de su plaza de aparcamiento para nosotros bajar a la carretera para ir a la bodega a por unos brik de vino.

La ducha de agua caliente de la asistente social me ha terminado por adormilar, y cierro los ojos unos segundos mientras los compañeros terminan de subir al bus. No escucho el ruido de la silla de Paco, no lo veo acercarse a la trasera del autobús, no sé si su gesto ha sido intencionado. Sólo alzo la mirada cuando escucho gritos y golpes desde dentro del autobús, que ya había dado marcha atrás para salir.

La silla está tirada en el suelo, y Paco yace bajo las ruedas. Las puertas del autobús se están abriendo, el conductor ha sentido que algo golpeaba en la maniobra. Antes de que ellos lleguen yo ya sé que Paco ha muerto, aún sin acercarme, aún sin poder hacerlo.

Lentamente levanto los seguros y desactivo los frenos de la silla y, dándole la espalda al autobús y al suceso, comienzo a subir la cuesta hacia la bodega. Y no me cae ni una lágrima. Porque hace mucho que no me quedan.