lunes, 15 de diciembre de 2014

MOSCAS



A veces uno quiere escribir sobre lo que sea y no le sale nada. Y otras veces llegan dos moscas y zas!!!... lo que no quería salir, aparece como una curiosa historia.


 
 

MOSCAS

He cogido un folleto de papel más rígido que el de los folios normales, lo tengo aquí, al lado de mi mano, y he encendido la luz más cercana para conseguir atraerla y poder golpearla hasta la muerte. La escucho volar, oigo el ruido molesto de sus giros nerviosos, y estoy deseando que se acerque para devolver el silencio a la estancia.

Mientras espero para asestarla el golpe, releo la historia del Hotel que trae el folleto. Es un castillo transformado, una residencia palaciega que fue viniendo a menos, y que conserva su encanto. Intramuros vivieron su amor un obispo y una cortesana, y por eso tiene el sobrenombre de Castillo del Buen Amor. Mi habitación tiene una gran terraza que no disfrutaré por dos razones. Una porque la asola un aire polar y es noche cerrada, y la otra porque he llegado de noche y partiré de nuevo antes de amanecer. Pero no he podido resistirme a salir a verla, sobre todo porque la chica de recepción ha insistido en que era muy bonita.

Al fin la mosca se acerca a la luz, se mete dentro de la tulipa de la lámpara de pie y al salir armo el brazo y el folleto va cayendo como guillotina. En ese instante, por el rabillo del ojo veo que no es una mosca, que hay dos juntas, que son una pareja. Demasiado tarde. El folleto alcanza de pleno a la primera, la fuerza la estrella contra el suelo, intenta mover las alas en un último esfuerzo pero justo después se queda inmóvil, muerta.

La otra mosca, más grande, una mosca que se parece más a un moscón, se posa al poco en el suelo, se acerca poco a poco hasta la fallecida, la huele, la toca con una pata para comprobar su estado. Parece abatida, pero alza el vuelo y su zumbido llena de nuevo la habitación.

Después del primer mosquicidio, mis remordimientos me impiden cargármela así como así, con lo que diseño una estrategia para quitarme a aquel moscoso galán de encima.

Apago todas las luces, para que cuando abra mi luz no sea la única en kilómetros a la redonda, abro de nuevo la puerta de la terraza, y espero pacientemente un rato, a ver sí dejo de escucharlo y se marcha.

Entra un aire gélido, comienzo a tener frío, decido cerrar y ver si he conseguido mi propósito.

Enciendo la luz tras atrancar la puerta, y observo con estupor que nuevamente hay dos moscas revoloteando por la habitación, girando voluptuosamente la mosca, lanzándose a picados y requiebros imposibles el re ilusionado moscón. Agarro con fuerza el folleto del hotel, y busco una posición estratégica para lanzar mi ataque, pero mientras lo hago, reflexiono sobre la crudeza de la situación. Me he cargado a la mosca que el aguerrido moscón perseguía antes de colarse ambos siguiendo la luz tras abrir la terraza, después he querido sacarle al frío a que purgase su dolor, y ahora que vuelve a tener posibilidades de conocer el amor y volar junto a una nueva pretendiente, quiero cargármelo con un folleto que habla sobre el Castillo del Buen Amor.

Llámame cursi, romántico, bobo o imbécil, pero me ha dado pena de repente. Amar o poder tener la oportunidad de hacerlo es tan bonito, que he sacado unos tapones que nunca me pongo para dormir pero que siempre llevo en mi kit de por sí acaso, y he cerrado las luces y los ojos para que mis nuevas mascotas puedan hacer honor al nombre del castillo.

martes, 4 de noviembre de 2014

LO QUE TENGO QUE DECIR

Seguramente aburra. O sea trasnochado a estas alturas. Pero hemos llegado hasta aquí, y ni siquiera sabemos si está todo visto o a los de la calle nos queda mas por ver. Bueno, yo al menos no quiero ser hipócrita o fariseo. Por eso en LO QUE TENGO QUE DECIR se esconde una indecisión. La de no saber, llegado el momento, si yo reaccionaría igual, pese a detestarlo.




LO QUE TENGO QUE DECIR

  Lo que más recuerdo de aquellos días es la falta de apetito. Las noches en vela, con la cabeza volviendo una y otra vez sobre los hechos. Sabía que pasaría. Tuve la certeza de que iba a ocurrir cuando vi que ya éramos demasiados comiendo del mismo pastel. Demasiadas conexiones, demasiado descaro en algunos, muchos cabos sueltos de los que alguien podía tirar.Dos golpes con los nudillos en la puerta del despacho, unas caras que no me son conocidas, el rostro descompuesto de mi secretaria... 

Recuerdo que camino del juzgado iba repasando mi vida, iba entregado, reo, iba culpable. El estómago parecía tomado por esas abrazaderas que estrangulan hasta hacer sangrar. La boca me sabía a metálico. Los recuerdos que van cayendo como cae la tapa de un féretro, y cada uno de ellos, como si de un clavo más se tratase, va martilleando mi cabeza, me va matando en vida, y eso alimenta mi miedo atávico, mi resignación. Porque sabía que pasaría.

Nunca me quedé sin asiento de vuelta de las discotecas en el taxi que nos devolvía a casa. Siempre supe guardar ese dinero vital, el que te hace aprovechar hasta el último momento la sesión de tarde en la disco, esas monedas que te pueden hacer llegar en hora a casa, eludiendo la charla de tus papás. O tenía el dinero o el amigo que me prestaba, y siempre sonreía al ver cómo otros se quedaban y tenían que hacer el largo peregrinaje a casa en metro o en bus, para llegar finalmente tarde y quedar castigados.

Siempre supe que todo tiene un precio y varios caminos, y si compraba un jamón para la cesta de Navidad de mis empleados, el de ellos era cebo y el mío bellota, y el mío gratis, que para eso le encargaba cien jamones por Navidad. Sobornar es algo exponencial. La primera vez lo haces casi como sin querer, como el que de repente en mitad del bosque descubre el atajo y se lanza, aunque esté lleno de peligros. Después eres consciente, y lo interiorizas y, lo peor de todo, es que lo sistematizas. Un cuñado para Medio ambiente, un restaurante donde facturo lo que no como hoy pero quizás si tenga que comer mañana, un concurso público a dedo, una vida de luces y relumbrón, de amigos eternos fugaces o fugaces eternos. He adjudicado obras a patanes que sólo me importaban por su tanto tienes, tanto vales, he cerrado emisoras críticas para dárselas más tarde a gente afín que conozco desde el colegio. He hecho tanto y tanto mal que ni siquiera me justificaba ya a mí mismo. Era un ladrón, un mentiroso. Uno de esos a los que pillan antes que a un cojo. 

Por eso ese día sabía que pasaría. Que vendrían a por mí, con su orden de procesamiento. 

En el calabozo, lo que sentí fue que todo había acabado. Confesaría, pagaría mis penas. Me sentí como el alcohólico o el drogata que han decidido dar el duro paso de desintoxicarse. En cierto modo, en el calabozo sentí resignación. Era tan obvio, tan imposible de mantener, de esconder, que lo único que pensaba es cómo y cuándo iba a empezar a pagar por aquello. Todo eso sentía, hasta que llegaste tú.

Nos sentamos frente a frente, y me explicaste que el partido te mandaba, que no te dejaba solo, que sabían que eras inocente. Yo sonreía incrédulo, sin decir una palabra.

- Voy a decirte qué es lo que tienes que decir cuando prestes declaración. 

Y así, sin más, sin necesidad de escuchar mi versión, me fuiste contando unos hechos que acabaron siendo míos. Una negación de lo que unas horas antes, en la soledad del calabozo, yo entendía como mi confesión, como mi enfrentamiento con la realidad. Fuiste la mano que te agarra en el borde del precipicio, la voz familiar que te tranquiliza, dibujando un mundo engañoso pero mejor, tejiendo una maraña que poco a poco hice mía, y que me ayudó a olvidarme de lo realizado y a creerme inocente, obviando desmanes y chanchullos. 

Salí reforzado de aquello, y mientras otros pagaron por ello, yo pude escapar indemne para así vender mi integridad y mi inocencia a la conclusión del proceso.
Volver al despacho y delinquir de nuevo fueron casi símiles cronológicos, pero ahora mis ansias eran renovadas, me sentía fortalecido, me sentía casi justificado.

Ahora, sentado de nuevo en un calabozo, no tengo esa perdida de apetito de la primera vez, mi cabeza no bulle, y no voy a entregarme a una confesión abierta.

Hoy no. Porque sé que en un rato se abrirá la puerta, y tu entraras a decirme qué es lo que tengo que hacer para volver a salir impune. 




jueves, 18 de septiembre de 2014

Me gustaría que Desencuentro fuese tan sólo el primero de una serie de tres relatos que tengo en mi cabeza desde hace tanto que pensaba que nunca los terminaría escribiendo. Pero han salido, están aquí, y me gustan porque he leído que un buen escritor tiene, debe saber contar cosas que no le han ocurrido, porque contar lo que te ocurre no es ser escritor, es otra cosa.

En Desencuentro hay belleza, hay noches en vela y hay reflexión. Y dos seres humanos excepcionales que aún no saben, por su juventud, que cuando hagan repaso de sus vidas descubrirán que, al menos, no se van de este mundo sin haber experimentado la maravillosa sensación de haber amado.




DESENCUENTRO UNO



Al acostarme ayer tuve un presentimiento que después invadió mi sueño en algún momento: iba a verte, a encontrarte. Mañana mismo.

Hoy ya es mañana y me levanto con ese convencimiento. En algún cruce, en la esquina de una plaza, en la cafetería de siempre. Hoy voy a verte y me sorprendo a mí mismo porque esta vez creo estar preparado para el encuentro.

Al principio no. Después de nuestro sueño común no quería, no sabía, no podía volver a verte, quería no saber y no ser, quería nada de nada. Pero era difícil, es difícil si la vida de dos que eran uno se separa de repente. Los lugares que eran nuestros, los amigos, tuyos y míos, nuestros, la universidad, con las dos facultades frente por frente. Yo quería no estar, no ser, no afrontar, no entender, no querer...pero no. No te esperaba en la cola de la fotocopiadora pero la de atrás en la cola eras tu. No salía por el campus, no corría por la ciudad deportiva, no comía en la cafetería...pero entraba en un ascensor a punto de cerrarse y, joder, estabas tu.

Al principio si nos encontrábamos por casualidad a solas me acercaba a besarte, dos besos, un abrazo grande y un espero que estés bien, cariño. Si el encuentro era con gente, ni eso siquiera. En el consejo universitario, en salas pequeñas donde discutíamos en comités de lo absurdo, mi silencio era incómodo, tan extraño en mi que parecía algo obvio que ocurría algo. Porque yo era pura vida, y estar sin tí, decidir que no y que no, había sido la decisión más difícil de tomar.

En esas decisiones siempre juega un papel fundamental el miedo, la cobardía. Ella me miraba a la cara, a los ojos, con esos ojos tan limpios en su negrura, tan cristalinos en su blanco. Me miraba y me hablaba lento, me desnudaba, me decía lo que yo sabía y no quería saber. Sabía que ése era el tren, que ése era el salto. Pero no salté. Y a partir de ese momento, muy poco a poco, vas engañándote, generas excusas que puedes creerte, terminas justificándolo, justificandote. Terminas mirando para otro lado.

Y el tiempo pasa y el ayer que se hacía hoy hace unas líneas es el día que me engalano porque sé que voy a verte, porque creo que ha llegado el momento de verte y aceptarte como una que ya no es mi una. Creo que podré mirarte sin romperme, sin morirme, sin gritarme. Creo que lo he superado y por eso camino distraído y sonriente, escuchando música en los cascos.

Allí estás. Sentada en el banco que está en la mitad de camino de las dos facultades, fumando un cigarro, pensando, mirando sin ver nada. Al principio parece que mi cerebro responde sereno, sigo caminando, me acerco: el pelo negro, brillante, fino. La nariz respingona, la boca entreabierta, el colgante reposando en el pecho. Te he visto en cientos de chicas desde entonces, he creído verte a cada momento, cada vez que delante mía caminaba una mujer de pelo oscuro y liso, suave. Y cada vez que eso ocurría, el corazón se me encogía, y una bola invisible me pegaba bajo el pecho, cortándome hasta el aliento.

Hoy no, hoy me acerco protegido por mi música y por el paso del tiempo, que todo lo cura, que a todo lo coloca en su sitio. Me acerco y casi estoy a tu altura cuando me doy cuenta de que no eres, de que ella no eres tu.

Y casi mejor. Porque a pesar de todo, del tiempo, del camino recorrido, de los esfuerzos, a pesar de todo, al llegar junto a ella una bola enorme se estrella en mi estómago.

Por eso ya no tengo presentimientos ni aspiro a olvidarte, a olvidarlo. Uno debe acostumbrarse a que hay cosas que no se pueden olvidar, que hay cosas a las que uno nunca se podrá enfrentar.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

POR SI NO LLEGO


 
 
Supongo que es el final del verano, aunque quizás es mi acusado tremendismo y mi tendencia a sumergirme en melancolías y reflexiones, pero tras muchos días de sol el primer día gris es como el telón que corre en el teatro en el entreacto, y nos conduce de un escenario a otro distinto en unos pocos segundos.

Y el tiempo siempre me da que pensar, el tiempo que pasa, que se escapa, que me separa de ese Peter Pan que ya no podré ser. Pero la verdad es que no miró adelante con acritud, con prejuicios ni miedos. Sé que llegará. Y mientras llega, o por si no lo hace, me imagino que será de mí, cómo será mi despedida, o mejor aún, como me gustaría imaginarla. Por si no llego.

POR SI NO LLEGO

Por si no llego y algo me aparta antes, me gustaría imaginar mi último día, el último día de un anciano que se pelea con la puerta corredera de una terraza, mascullando palabras malsonantes, que al final consigue abrirla y se apoya en la barandilla, mirando al mar.

El viejo lleva unos pantalones blancos, ceñidos pero con tantas cosas en los bolsillos que parecen algo grotescos, amorfos. Se protege de la brisa de la mañana con un jersey de esos de entretiempo que nunca te pones porque nunca hay entretiempo, pero que él se ha puesto porque siempre quiso, si tenía la certeza de que el día de hoy iba a ser el último día, irse de este mundo vestido como un dandi, casi lo contrario al pequeño e ingenioso macarra que siempre había llevado escondido.

Miraría en un momento determinado a un lado y al otro, y sacaría a hurtadillas un cigarro, tan rápido que parecería ya encendido, que chuparía con fruición y deleite, rápido, muy rápido, como casi todo lo que hace. Seguramente mordisquearía un caramelo que finalmente se pegaría en su dentadura postiza, y que no serviría de nada, porque ella viene y de lejos ya asevera que el viejo ha fumado. Él la mira y sonríe, y asiente, y se deja regañar, aunque masculla para sus adentros, y se sigue preguntando porqué ella es tan bonita y cómo sigue aquí, en este cuento que es el cuento del final de su historia.



Por si no llego, yo lo que esperaría es que ese anciano vestido como si fuese a pasear palmito por Wimbledon no tuviese que preguntarse más cosas, ni estar preocupado por lo que pasó o por lo que pasará. Me gustaría que el viejo no tuviese cuentas que saldar, nada de lo que responder. Me encantaría que en los silencios y en las pausas no hubiera nada que lo perturbase, que disfrutase de la nada como sí de un todo se tratase, y que el mar sonase a mar, cadencioso, relajante, envolvente.

Por si no llego, el sol sí que llega a esa playa de repente, y el viejo se quita su jersey de entretiempo y debajo aparece su camisa blanca. Cientos de inmaculadas camisas blancas lo han acompañado en su vida, lo han protegido, lo han asegurado, lo han crecido en las adversidades. Son su amuleto, su protección natural. Las llevaban los protagonistas de sus películas preferidas, películas de gente en verbenas de pueblos, que tienen como tesoro más preciado su almidonada camisa de los domingos de misa y baile.

Por último, y por si no llego, tras el sol llegan las gaviotas y tras ellas, tras él, el sonido de unas voces infantiles que se acercan. Entonces saca la caja de metal con el pan cortado en trocitos, y junto a las niñas, pasa la mañana dando de comer a las gaviotas.

 

domingo, 17 de agosto de 2014

La cigarra pura vida y la insulsa hormiga

¿Por qué? ¿Por qué casi todo tiene que ser o blanco, o negro? No consigo entenderlo. No consigo digerirlo. ¿Por qué los cuentos tienen que reflejar sólo el bien y el mal, si la mayoría somos tan humanos como para tener claroscuros? ¿Era Caperucita tan fresa, tan sweet, tan cursi? ¿El lobo tiene que ser siempre malo?
¿Qué mal nos han hecho las cigarras para dejarlas tan mal frente a las hormigas? ¿Por qué los indios americanos son siempre los malos de las pelis?
Hoy el cuento se da la vuelta, se pone del revés. Hoy no ganan los supuestos buenos. Hoy hay grises, no sólo blancos o negros. Hoy te enamoras de una cigarra.

LA CIGARRA PURA VIDA Y LA INSULSA HORMIGA

Mariano se levanta al alba, y como duerme medio vestido no necesita mucho tiempo hasta salir a trabajar. Mariano es fantástico, porque todo lo que hace, lo hace bien. Lo que pasa es que lo que hace es, en el fondo, sencillo. Es pura rutina. Mariano tiene un puñado de tierras que trabajar, un poco de ganado al que explotar y una casa con las persianas siempre bajadas, como si así pudiese aumentar su secretismo, su anonimato, su necesidad de no ser más que un insecto, una insulsa hormiga obrera.
A Mariano se la pela el mundo, no ve las noticias, no sabe del vecino más que lo malo, nunca le pregunta si necesita algo, y nunca habla con nadie más que para entrar en una conversación sobre cómo hará mañana, o a cuanto se pagará este año la cebada, o sobre si el nuevo tractor puede hacer más obradas con menos gasoil. Mariano no necesita de nada, el domingo va a misa porque hay que ir, es el día que se cambia la camisa y el pantalón, pero no se queda a tomar algo después, no necesita ese contacto, él sólo amasa, él solo guarda para pasar este y el siguiente invierno, porque Mariano, como su padre y el padre de su padre, sabe que el que guarda halla.

A Adriana no la preocupa mucho el mañana. Bueno, algo sí. A todos nos preocupa el mañana. Pero Adriana no lo piensa, Adriana lo que quiere es vivir siempre el hoy, llenar su vida, estar también presente en la vida de los demás. Hace poco, otro amigo la definía con muy poco: Cuando ella llega, llega la sonrisa. A mí me parecieron las palabras justas.

Adriana no tiene pelos en la lengua, habla siempre por los codos, es curiosa pero no cotilla, necesita saberte, conocerte, estar cómoda en ti, en tu piel. Adri no coge el móvil a menudo y se olvida del whattsapp, pero tiene esa capacidad para intuir tu urgencia, tu necesidad, tu falta. Y entonces ella es tu hada madrina, tu nido, tu ciudad y tu refugio. Sin pedir nada a cambio, con esa sonrisa perenne, que no se borra ni al llegar el invierno. Adri no mira por mañana, es la cigarra de este cuento, la cigarra pura vida.

Pero el invierno llega, golpea, concede más horas a la oscuridad, no hace prisioneros ni concesiones. A Mariano no le importa. Se acostará con la ropa puesta después de una cena frugal y de pensar durante unos minutos en el tiempo que hará mañana. Echará unas cuentas en un sobado cuaderno para saber cuándo podrá comprar un nuevo tractor, maquinará cómo jorobar mañana un poco al vecino sin que nadie lo note, y se meterá en la cama, ocupando el mismo hueco que las anteriores quinientas noches. Se morirá una de esas noches, Mariano, y el entierro será rácano como lo fue él, y asistirá el vecino de al lado, que dirá que fue un gran hombre, y diez días después irá al cementerio para mear en su lápida del mármol más barato que trajo el sepulturero. Una insulsa hormiga amasadora que no deja nada tras su paso por la vida.


Adriana no morirá nunca, o al menos no en invierno. Y tendrá días de poca sonrisa, días de niebla o mañanas de rocío seco y miserable. A Adriana la traicionarán, seguro. Y caerá. Y quizá, como en el cuento ese horrible, algún año, en mitad del frío, no tenga para comer porque olvidó guardar. Pero NO morirá de hambre un invierno, no morirá, o al menos no morirá de eso. Porque de Adriana nos alimenta su sonrisa, su alegría, su incansable actividad, sus ganas de todo, su incondicional manera de querer, su delicioso despiste, su inexistente mal perder. Adriana, la cigarra pura vida, la que no morirá un invierno porque nunca la abandonaremos sus amigos, quizá un día no esté. Pero la recordaremos. Y a Mariano, a Mariano no.