jueves, 5 de febrero de 2015

EL CAMINO DE LOS INGLESES


El más moreno parece el más perjudicado, el menos sano. La piel está curtida por el sol y el viento, por las inclemencias, por los excesos. Es cobriza, parece quebradiza como el hojaldre, como si pudieras apretarla y fuera a romperse, dejando el camino libre hacia sus vísceras.

El otro es pálido, no es blanco, es ceniza, es del color que queda en la chimenea que se ha consumido durante la noche. Los ojos son dos cavernas con dos puntitos brillantes, vivos. Lo único que realmente parece vivo.

Los dos están sentados en sendas sillas de ruedas, y se apoyan en el plástico desvencijado que conforman sus reposabrazos. En ambos casos, junto a las ruedas, hoy, y todos los días cuando los observo, descansan sendos cartones de vino barato.

Hoy hablan, gesticulan animadamente, incluso se ríen. Y yo siento una curiosidad insana. Y es que desde mi coche, tras dejar a mis niñas en el cole, quiero todos los días comprender cómo alguien llega a esos extremos, hasta qué punto puede descarrilarse una vida. Desde mi aparente bienestar, trato de imaginar las vidas de los que todos los días surcan esa suerte de camino de los ingleses que duermen y malviven en el albergue del ayuntamiento.

Todos los días, al observarlos, un escalofrío me recorre. Y pienso que me gustaría saber qué los llevó hasta allí. Para asegurarme de no hacerlo

EL CAMINO DE LOS INGLESES

He vuelto a despertarme con la cama mojada de mi propio orín, pero el caso es que ya ni siquiera me importa eso. He aprendido a no preguntarme, a no justificarme. He aprendido a rendirme, sin más. Por eso me da igual estar meado que no, me da igual.

La asistente social que ayuda a los más inválidos se acerca a mi cama, y me riñe. Ella interpreta que esto tendrá algún efecto sobre mí, piensa que si me riñe no me acostaré cada noche sin conocerme, sin ser yo en mí. Ella no sabe que ya no soy, que ya no cambiaré, y que prefiero no saber ni cómo consigo tumbarme en esa cama al terminar el día.

Sólo quiero tener algo de dinero a diario para poder beber, para poder comprar mi vino y mis latas de cerveza en la bodega más próxima al albergue. Quiero salir, ir con Paco hasta allí, comprar y volver a la puerta, a esperar que de nuevo pase el día y abran y duerma y mañana vuelva a hacer el camino. Lo demás no importa, ya no está, ya no duele. He traspasado la barrera, no hay ni retorno ni remordimiento, sólo esta rutina que no duele porque es insípida, que no es sufrida porque no tiene otras vicisitudes adversas que las de los dos días a final de mes que no tengo para ir a comprar.

Paco está igual, por eso nos llevamos bien. No hace preguntas incómodas, está poco rato callado y siempre tiene chistes nuevos que me cuenta hasta que se hacen viejos. Hasta ese momento, cada vez que los cuenta nos descojonamos, lloramos de risa.

Tampoco él quiere hablar de su historia, de su vida. Si algún día lo hace es para contarme algún recuerdo bonito, algo referido como esporádico, destellos de otra vida que algún día se malogró. En algunas mañanas frías a veces nos miramos y los ojos se cuentan casi todo: somos indigencia, el final de una cadena. Dos tipos en silla de ruedas, dos minusválidos de la vida, dos mierdas. Pero en ese momento, tras esa mirada, Paco se marca su último chiste, y volvemos a partirnos de risa.

Nunca hay silencios largos, ambos los rehuimos. El silencio acerca hasta nuestras sillas el pasado que olvidamos, los recuerdos de seres queridos que queremos obviar. El silencio es a veces pasado y otras es una parada que te obliga a pensar en un futuro que no queremos conocer, o que ya conocemos.

El autobús que nos lleva todas las mañanas a ninguna parte aparca como siempre a las puertas del centro, con su cartel de transporte gratuito. Lo pusieron hace unos meses, y aunque no lo reconocen, lo pusieron para obligarnos a no estar en la puerta todo el día, pegados a la puerta del centro, con todos los conductores que nos observan curiosos cuando les coge el disco rojo del semáforo. Hasta modificaron la acera para que cupiese, y de paso nos quitaron nuestro solárium, como lo llamaba de coña Paco. Así que todos los días llega, y se lleva a todos los indigentes menos a estos dos tullidos a los que han permitido que opten por quedarse en la puerta a ver la vida pasar.

Y allí estamos, como cada mañana, esperando a que el autobús eche un poco marcha atrás para salir de su plaza de aparcamiento para nosotros bajar a la carretera para ir a la bodega a por unos brik de vino.

La ducha de agua caliente de la asistente social me ha terminado por adormilar, y cierro los ojos unos segundos mientras los compañeros terminan de subir al bus. No escucho el ruido de la silla de Paco, no lo veo acercarse a la trasera del autobús, no sé si su gesto ha sido intencionado. Sólo alzo la mirada cuando escucho gritos y golpes desde dentro del autobús, que ya había dado marcha atrás para salir.

La silla está tirada en el suelo, y Paco yace bajo las ruedas. Las puertas del autobús se están abriendo, el conductor ha sentido que algo golpeaba en la maniobra. Antes de que ellos lleguen yo ya sé que Paco ha muerto, aún sin acercarme, aún sin poder hacerlo.

Lentamente levanto los seguros y desactivo los frenos de la silla y, dándole la espalda al autobús y al suceso, comienzo a subir la cuesta hacia la bodega. Y no me cae ni una lágrima. Porque hace mucho que no me quedan.

9 comentarios:

  1. Pues lo lamentable es que hay gente que es feliz así, esto te hace pensar o en tu caso te hace escribir. Cada uno es una historia diferente al otro. Tan solo hay que parar y tener ganas de saber esas historias.
    Great!!.
    Esther

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    1. Imagino que es curiosidad malsana, porque en el fondo después duele. A veces es mejor no saber. Gracias

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  2. Que historia más triste pero que capacidad para escribir sólo observando ...yo creo q al final esta gente claro que no es feliz y más viendo la reacción cuando muere su compañero, pensara...otra desgracia a la espalda. Esto hace que recapacitemos y valoremos la vida que tenemos...gracias. Bss

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    1. Y la valoramos poco. Imagina, un día como hoy, de tanto frío...y esos silencios que rehuyen, que te enfrentan contra lo que eres y lo que fuiste...es demoledor. Y también lo es que la sociedad mire a otro lado, o que sólo sienta esa curiosidad malsana que siento yo

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  3. "Somos indigencia, el final de una cadena" enhorabuena por escribir así y gracias por compartirlo

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    1. Gracias Manhattan. Y sí, somos indigencia. Y a veces somos hasta mierda, y obviamente no lo digo por ellos. Lo digo por la condición del ser humano de ser capaz de ser belleza y ser ruina, de ser belleza y de ser crueldad. Ojalá pueda seguir escribiendo, ojalá siga saliendo algo de cuando en cuando.

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